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 domingo, 18 de julio de 2004

[Movidas] Una editorial reclama material residual
Libros que no son desechables
Eloísa Cartonera asocia a artistas y cartoneros y publica a escritores agotados, inhallables y malditos

Leonel Giacometto

El dramaturgo y maestro de dramaturgos Mauricio Kartún, a la hora de hablar sobre la génesis de la escritura del arte de llenar un espacio vacío, dice que "el teatro -su escritura- se hace con despojos, con basura, con todo aquello que la gente descarta, que ya no usa, o que ha dejado de lado". Pero en Eloísa Cartonera no hay una metáfora sino un hecho puntual: las tapas de los libros editados son de cartón comprado a cartoneros en la vía pública y pintado a mano por otros cartoneros.

Eloísa Cartonera, que surgió en agosto de 2003 y fue pensada como un proyecto cultural, social y comunitario sin fines de lucro, es una editorial "especial", donde cartoneros cruzan ideas con artistas y escritores, diseñando objetos únicos, conformando así una apuesta estética: de la basura hacer algo bello. En los libros -en Rosario se consiguen en una librería de Santa Fe al 900- se publica material inédito, textos nunca antes publicados, agotados, inhallables o "malditos" de Argentina, Chile, México, Costa Rica, Uruguay, Brasil y Perú. Coordinada por el poeta y editor porteño Washington Cucurto, Javier Barilaro (artista plástico y diseñador gráfico), y Fernanda Laguna (artista plástica y escritora), Eloísa Cartonera tiene, en principio, el objetivo de difundir material de autores latinoamericanos a través de la iniciativa de la "fabricación" de libros-objeto pintados y encuadernados por cartoneros. Con la cesión de los derechos de parte de treinta autores se pudo armar un catálogo entre los que se encuentran autores y materiales de distintos géneros y, digamos, calidades. Desde "Mil gotas", de César Aira (autor que publica en cuanta editorial oficial y no oficial, comercial y no comercial, off y no off exista en el país), pasando por "La asesina", de Alejandro López (el cuento original que luego se transformó en la divertida e inteligente novela corta "La asesina de Lady Di"), hasta el que puede considerarse un auténtico cuento maldito en la historia de la literatura argentina: "Evita vive", de Néstor Perlongher, publicado por primera vez en inglés (Evita Lives) en una revista de contenido gay de San Francisco, en los Estados Unidos, en 1983 y, luego de aparecer en revistas de países tan disímiles como Suecia y Brasil, en 1987 se publicó en la revista porteña Cerdos y Peces y se armó un revuelo que dio, para su autor, adjetivos calificativos que fueron desde "osado" hasta "blasfemo", pasando por el mítico y tan argentino "puto de mierda". Pero ésa es otra historia.

En la primera hoja de los libros, que tienen un precio standard de $4, se puede leer: "Ejemplar realizado por cartoneros, con cartón comprado a $1.50 el kilo. Pintado de tapas y encuadernado por ellos mismo en No hay cuchillo sin rosas, cartonería y galería de arte, Guardia Vieja 4237, Buenos Aires". Desde el porteño barrio de Almagro comenzó a gestarse y expandirse la editorial. En la ciudad de Córdoba, una de las primeras ciudades del interior en la que circularon los libros, se realizaron distintos encuentros, muestras, y reuniones de lectura (I Encuentro de Editoriales Independientes, en septiembre de 2003; Sin Límites, una instalación "cartonera", en octubre 2003, entre otras). También en 2003, Eloísa Cartonera fue elegida como proyecto revelación en la encuesta anual de Radar Libros, del diario Página/12; participó en una especie de perfomance de fabricación de libros a la vista en ese pastiche de disciplinas, eventos y "work in progress" (o sea, en argentino, "a medio hacer") que fue el Festival Konex; y, en el verano pasado, los libros hechos de cartón pintado a mano llegaron a Ex-Argentina, una muestra multimedia de proyectos alternativos, en Berlín y Colonia, Alemania.

Ahora bien, lo que sigue no es fácil porque se corre el riesgo de caer en un fascismo casi deliberado. Eloísa Cartonera generó dos bandos: el bando que, como el poeta Fabián Casas, considera a la editorial como "una idea original, emprendedora y social que crece día a día sin apoyo ni oficial ni internacional"; y el grupo de personas como el editor y escritor Edgardo Russo que, en una entrevista, declaró: "La cultura cartonera es una enfermedad. El carácter dramático de la situación se vuelve casi obsceno en la parodia de un artesano del libro mal pegoteado con engrudo, donde autores reconocidos prestan textos a un juego snob y sin retorno, souvenirs de una crisis que no padecen".

El tema, más allá de infantiles ajustes de cuentas entre escritores y editores porteños (o devenidos porteños), tiene un eje fundamental que es, justamente, ¿el oficio? ¿la changa? de ser, o de haberse visto convertido de repente, en cartonero. Tan sólo una mínima (y entiéndase bien: una mínima -alcanzan los dedos de las manos-) parte de los cartoneros que recorren todos los días las calles de casi todas las ciudades del país se dedican, en algún rato libre, a fabricar los libros. El resto, seamos sinceros, no está ni enterado. Si es o no es un juego o una cuestión snob nadie, a esta altura, está en condiciones de afirmarlo, negarlo o cuestionarlo. Todo está, todo es reciclado, resignificado, reabsorbido, intertextualizado, enmascarado y vuelto a enmascarar en una máscara parecida pero diferente de la original. Hasta lo contestatario se vuelve aplicado, formal y, sobre todo, comprable (recordar y tener presente las imágenes finales del film "Pret a porter", de Robert Altman).

Sí, hay una cuestión que subyace y que se torna (o se tornaría), de alguna manera, complicada (por no escribir peligrosa) según la mirada: el tema de que una clase, con el medio artístico que sea, observe a otra clase. Y hablamos de arriba para abajo porque, se sabe, desde abajo todo parece enorme. Los ejemplos de esos distintos tipos de miradas, en las distintas disciplinas artísticas, son muchos, variados y, obviamente, disímiles.

Con el film "Bolivia", de Adrián Caetano, uno se entera cómo cocinan los bolivianos en una parrilla. En cambio, si uno ve "Mundo grúa" o "El bonaerense", de Pablo Trapero, jamás veremos paneos de cómo funcionan "esas máquinas", en una, ni "cuán difícil debe ser ser policía en el conurbano bonaerense", en la otra, sino que, como Juan José Saer en "El limonero real", como Sara Gallardo en "Eisejuaz", o como Leonardo Favio en "Gatica", hay una cuestión más profunda que parte de cierto entendimiento, de cierta mancomunión simbiótica donde no hay reflejos mutuos como en un espejo sino, como decía cierto poeta incluído en Eloísa Cartonera, "conexiones deseantes".

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