| domingo, 18 de julio de 2004 | Para beber: Protectores naturales Por Gabriela Gasparini Conseguir el punto de equilibrio entre el nivel de azúcar y la acidez, es la meta que suele desvelar a los vinicultores. Y esto es así porque su consecución se reflejará posteriormente en el vino, y si bien es cierto que hay técnicas para corregir la falta tanto de una como de otra, y que si esa práctica está bien hecha no nos daremos cuenta (como en cualquier actividad lo mejor es que todo salga bien sin tener que recurrir a artilugios por muy autorizados que estén).
Entre los cuatro elementos que conforman el vino: agua, compuestos fenólicos y aromáticos, alcoholes y ácidos se puede decir que sin estos últimos el vino no sería lo mismo, tal es su importancia. Existen dos categorías básicas de ácidos. Por un lado están los de origen orgánico, procedentes de la uva o surgidos durante los procesos fermentativos; y por otro, están los inorgánicos, de naturaleza mineral que se presentan de forma salificada.
El ácido con más presencia en el vino es el tartárico. Tiene origen vegetal y aporta notas "vinosas", a frutas maduras y sabores frescos y agradables. Por el contrario el ácido málico, también de origen vegetal y muy inestable, confiere al vino sensaciones de verdor y ásperas. Su mayor o menor presencia muestra una clara correlación con el clima en el que se ha desarrollado la vid: en veranos fríos y lluviosos su concentración aumenta, y viceversa.
El ácido cítrico es el tercero en importancia entre los de origen vegetal, y es el que proporciona sensaciones agradables, frutales, aromáticas y muy vivas Entre los orgánicos de génesis biológica, el de mayor relevancia es el láctico que nace como transformación del ácido málico en láctico por acción de bacterias. Mediante este proceso el vino reduce su acidez total, ganando en suavidad y en estabilidad.
También de origen biológico fermentativo encontramos el ácido succínico, muy apreciado en los vinos de calidad ya que es el causante de sutiles sensaciones saladas y amargas. Finalmente en la misma categoría está el ácido acético que aparece tanto por la acción de levaduras como de bacterias, y que en grado elevado puede producir notas avinagradas. Como comentaba antes, existen mecanismos aprobados legalmente para manipular los niveles de ácido presentes en el vino, aumentándolos mediante la adición de tartárico o cítrico, o reduciéndolos con el agregado de carbonato cálcico o bicarbonato potásico.
Los vinos con exceso de acidez suelen ser calificados como verdes, aunque una acidez elevada (pero nunca abrumadora) es una de las características más buscadas en los blancos por su poder refrescante. No hay que olvidar una reacción que suele desencadenar el ácido tartárico, y es que puede precipitar espontáneamente en forma de sales (son esos cristalitos que solemos encontrar en las botellas). Su presencia es cada vez más aceptada porque no hace daño, indica una menor manipulación del caldo en bodega y, además según dicen, son los portadores de compuestos muy beneficiosos para la salud.
El trabajo de los ácidos es actuar como protectores naturales del vino, manteniendo su color y cualidades aromáticas. Este efecto se hace especialmente perceptible en la crianza, durante la cual se combinan lenta y gradualmente con los alcoholes formando éteres aromáticos de gran importancia sensorial. enviar nota por e-mail | | |