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 domingo, 04 de julio de 2004

El cazador oculto: El triste destino de los celestinos

Ricardo Luque / Escenario

La vocación de celestino se lleva bajo la piel desde la cuna. Si es un don o una desgracia nadie puede decirlo a ciencia cierta. Lo que sí es irrefutable es que pase lo que pase, no pueden escapar a su destino, o a su debilidad, como asegura el filósofo criollo Enzo Cescato. Porque fue él quien con esa mirada compasiva que tienen los que la saben lunga le dio la bendición a Roberto Caferra cuando, en la cata de la colección Pedriel de bodegas Norton, el periodista hizo un esfuerzo innecesario y desmedido por terminar de una vez y para siempre con la soledad que entristece los días y las noches de un par de sus más grandes amigos. Fue él quien invitó, sentó juntitos y les dio charla a la locutora loca por la radio y al ejecutivo de televisión. Fue él quien con esa magnética sonrisa que patentó Roberto Galán habló pestes de la vida sin amor, elogió desmesuradamente las bondades del matrimonio y hasta se atrevió a aconsejar paisajes para disfrutar una escapada romántica en las vacaciones de invierno. Pero sus esfuerzos fueron estériles. Al menos esa noche se quedó con las ganas de gritar a voz en cuello el victorioso "¡se ha formado una pareja!". Contra toda previsión, la niña entusiasmó, con su melena roja pasión y sus mohines de estrellita de televisión, a un jovenzuelo con aires de galán que se le acercó subrepticiamente y se acomodó a su lado y el ejecutivo no tuvo más remedio que partir en busca de acción sin más compañía que un par de borrachines que se le pegaron a los talones ni bien intentó una huida elegante de una situación que a esas horas se había tornado más que embarazosa. "Es incorregible", es la leyenda que llevaba escrita en la mirada Andrés Scola cuando subía a duras penas los tres escalones que separaban el elegante salón del Mercurio de la fría madrugada en calle Corrientes. Se refería, claro, a su colega de LT8, un hombre de buena voluntad y nulo sentido de la oportunidad. Porque si lo tuviera, jamás se hubiera embarcado en una empresa de alto riesgo como la que encaró alentado por los mágicos efluvios del noble Malbec que se sirvió durante la velada. O no sabe que será a él y a nadie más que a él a quien le van a cargar la natural amargura que conlleva el maridaje. Celestinos, no saben lo que hacen.

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