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 miércoles, 16 de junio de 2004

Una historia de herejes y persecución

Con el reconocimiento del cristianismo como religión estatal en el siglo IV por los emperadores romanos, los herejes fueron considerados enemigos del Estado, sobre todo cuando habían provocado violencia y alteraciones del orden público. San Agustín aprobó con reservas la acción del Estado contra los herejes, aunque la Iglesia en general desaprobó la coacción y los castigos físicos.

En el siglo XII, en respuesta al resurgimiento de la herejía en el sur de Francia, el Papa Inocencio III organizó una cruzada. Promulgó una legislación punitiva contra sus componentes y envió predicadores a la zona.

La Inquisición se constituyó en 1233, con los estatutos Excommunicamus del Papa Gregorio IX. Con ellos el Papa redujo la responsabilidad de los obispos en materia de ortodoxia, sometió a los inquisidores bajo la jurisdicción del pontificado, y estableció severos castigos.

El cargo de inquisidor fue confiado casi en exclusiva a los franciscanos y a los dominicos, a causa de su mejor preparación teológica y su supuesto rechazo de las ambiciones mundanas.

Los inquisidores se establecían por semanas o meses en alguna ciudad, desde donde promulgaban órdenes solicitando que todo culpable de herejía se presentara por propia iniciativa. Los inquisidores podían entablar pleito contra cualquier persona sospechosa y a quienes confesaban su herejía se les imponía penas menores que a los que había que juzgar y condenar.

Si los inquisidores decidían procesar a una persona sospechosa de herejía se buscaba a los desobedientes. Los acusados estaban obligados bajo juramento a responder de todos los cargos que existían contra ellos, convirtiéndose así en sus propios acusadores. El testimonio de dos testigos se consideraba por lo general prueba de culpabilidad.

En 1252 el Papa Inocencio IV, bajo la influencia del renacimiento del Derecho romano, autorizó la práctica de la tortura para extraer la verdad de los sospechosos.

Alarmado por la difusión del protestantismo en 1542 Pablo III estableció en Roma la Congregación de la Inquisición, conocida también como el Santo Oficio, que se preocupó de la ortodoxia de índole más académica y, sobre todo, la que aparecía en los escritos de teólogos y eclesiásticos.

Recién en 1965, Pablo VI, respondiendo a numerosas quejas, reorganizó el Santo Oficio y le puso el nombre de Congregación para la Doctrina de la Fe.

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