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 sábado, 29 de mayo de 2004

Viejos y nuevos problemas en las aulas
¿Necesitamos un "caso Blumberg" en la educación argentina?

Mariano Narodowski (*)

Desde hace años, la sociedad argentina asiste atónita y desesperanzada a un espectáculo cruel y reiterativo: el derrumbe de la capacidad educadora de sus escuelas, el colapso de su sistema político educativo, la certeza de que los niños y los jóvenes aprenden menos y no se forman en el pensamiento crítico y la visión de que nuestros educadores necesitan sobrevivir al maltrato para desarrollar adecuadamente su tarea.

Este diagnóstico que dio lugar a uno de los libros sobre educación más leídos en la historia "La Tragedia Educativa" de Guillermo Jaim Etcheverry, no cede a fuerza de ser repetitivo: con el impulso melancólico de aquellos que no pueden salir del círculo vicioso del pasado, los argentinos persistimos en el error y demostramos como sociedad una incapacidad alarmante para darle a nuestros hijos y a nuestros alumnos (lo que es lo mismo que darnos a nosotros mismos) una formación con la que puedan enfrentar individualmente pero también como Nación, los problemas cada vez más complejos que se presentan.

Es verdad que en los años noventa del siglo XX, la Argentina encaró una reforma de su educación escolar que se pretendía refundadora del sistema educativo argentino: se sancionó una ley general de educación, se transfirieron las escuelas a cada una de las provincias, se cambió la estructura del sistema educativo terminando con la primaria y la secundaria, se aumentó el presupuesto educativo, se dotaron nuevos contenidos, etcétera.

Sin embargo, transcurridos más de diez años de la inauguración de esta política, los logros conseguidos en aquel momento empalidecen frente a algunos resultados negativos vinculados al caos en la estructura educativa y al nivel de los aprendizajes. Resultados que asombran, incluso, a quienes en aquellos días criticáramos a la denominada "transformación educativa".

Es cierto también que frente a este panorama, muchos sectores sociales se retiran de la escuela estatal buscando en la educación privada una oportunidad para la calidad. Es así que la Ciudad de Buenos Aires es récord mundial en materia de educación privada (el 60% de los hogares con hijos en edad escolar envía a sus hijos a estas escuelas) y que en los grandes centros urbanos las clases medias han producido un cambio tan rotundo en el paisaje educativo que en distritos como San Isidro o Vicente López en el Gran Buenos Aires, dos de cada tres alumnos van a escuela privada.

A pesar de esto, parece difícil garantizar calidad educativa en algunas escuelas si todo el sistema educativo no acompaña las decisiones: en educación, las salidas parciales, suelen ser socialmente ineficaces.

En vistas de estos resultados, no parece incorrecto afirmar que el Estado en la Argentina, desde hace décadas viene equivocando el rumbo en la política educativa. No faltaron en estos 20 años de democracia, buenas intenciones, capacidad técnica y hasta recursos económicos.

Pero sí queda una deuda pendiente con la herencia de liderazgo que otrora asumieron Sarmiento, Estrada, Pizzurno o Mercante: un liderazgo que procure resolver los problemas de fondo pasando por alto la cosmética coyuntural o las modas pedagógicas y busque consensos en la sociedad a partir de acciones concretas e integrales que conjuguen inclusión social, innovación educativa y capacidad de pensamiento. Un liderazgo que contribuya a un proyecto de formación para la Argentina.


Drama inexorable
¿Qué es lo que debe suceder para lograr una conmoción social que nos sacuda y aliente a retomar el rumbo de nuestros mayores? Lamentablemente, un "caso Blumberg" no puede acontecer en educación, no porque en nuestras escuelas no haya cientos de Juan Carlos Blumberg dispuestos a mostrar con valentía, lucidez y espíritu crítico (incluso con los errores que los políticos profesionales disimulan tan hábilmente) los caminos posibles del cambio, sino porque en educación el drama es tan lento como inexorable.

Las crisis no se cuentan en víctimas inmediatas, ni en las horas para el pago de un rescate, ni en el instante del abuso policial ni en el interminable miedo de todos los días de salir a la calle, sino en lentos procesos donde los que hoy ingresan al primer grado, van a verse perjudicados, al igual que el país, recién a lo largo de décadas.

No es cierto que los argentinos no estemos interesados en la educación de nuestros hijos. Por el contrario, muchos educadores se alían a las familias para producir proyectos de calidad. Y muchas veces lo hacen a pesar de las estructuras políticas en las que se mueven. Pero el tiempo largo de la educación impide que el problema sea visto con claridad y en forma instantánea, por lo que el colapso que estamos viviendo no presenta situaciones límites.

Sin embargo, esto no puede servir como excusa para la inacción. La iniciativa popular en torno a la inseguridad demostró que cualquier momento es el momento. En el caso de la educación, no hay que caer en el error de persistir en una nueva "transformación" educativa sino haciéndonos cargo en forma rigurosa de los problemas tradicionales y de los nuevos problemas generados por la "transformación educativa": una política integral que rearme el sistema educativo argentino para pensarnos como una Nación y no como 24 jurisdicciones desarticuladas y lo ponga en movimiento en base a unos pocos consensos básicos en relación a los contenidos de la enseñanza, la relación con el trabajo, la religitamación del lugar del docente como lugar del saber y los valores compartidos.

En la primera mitad del siglo XX, la Argentina le mostraba al mundo cómo este país del sur, habitado por indios, criollos e inmigrantes, podía competir en materia de indicadores educativos y culturales con las grandes potencias. Todavía vivimos de ese crédito y, para colmo, ya se está acabando. Juan Carlos Blumberg, aún desgarrado por el dolor de lo irreparable, nos enseñó que siempre es tiempo de empezar.

(*) Doctor en educación

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