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 miércoles, 26 de mayo de 2004

Reflexiones
Actualidad de la tragedia

Juan José Giani / La Capital

La diferencia que separa a un drama de una tragedia es de alguna manera análoga a la que distingue a un problema de un dilema. Ambos vínculos se estructuran en torno a una virtual impotencia resolutiva. Dada una dificultad y puestos en funcionamiento los dispositivos de la razón, el problema encuentra respuesta. Desatado un conglomerado de pasiones, algún protagonista se muestra por fin atinado y juicioso y el drama se encauza y desactiva. Bien al contrario, en el dilema no hay satisfacción posible; sólo cabe el agrio decisionismo del mal menor. La tragedia, a su vez, es la expresión descarnada de un conflicto constitutivo, irremediable. Es la presencia indómita de un origen fundante e insepulto. Una tempestad humana que la acción consciente no asimila ni controla.

Con la tragedia como género narrativo se constata una singularidad a todas luces llamativa. Sus períodos de desarrollo y esplendor son fácilmente acotables (siglo V a.C. en Atenas, siglo XVII en la Inglaterra isabelina) y sus exponentes más notables perfectamente identificables: Sófocles y William Shakespeare. No obstante, el impacto civilizatorio de esta forma de describir el acoso espectral de un antagonismo, resultó notable. Basta mencionar (obvio) el interés que despertó en Sigmund Freud o en las constantes puestas en escena de obras como "Hamlet" o "Romeo y Julieta".

Pero no sólo eso. El mundo contemporáneo, resquebrajadas las ínfulas progresistas de la ilustración moderna, se aviene a "pensar" trágicamente. La fulminante inmediatez del presente y los confiados augurios de un futuro auspicioso padecen el agobio de una amenaza pretérita, destinal, ominosa. En sus versiones más radicales, no "ocurren" tragedias en las sociedades sino que hay sociedades porque hubo tragedias que le brindan sentido. Episodios traumáticos que debemos enmascarar para sobrevivir, pero que emergen periódicamente exigiéndonos un incómodo ejercicio de autocomprensión comunitaria.

Ejemplo notorio de esta vigencia del relato trágico es la última película de Clint Eastwood, "Río Místico". Tres niños amigos juegan en las calles y uno de ellos, ante la mirada impotente del resto, es secuestrado por dos desconocidos que abusan de él sexualmente. Pasados los años, Tim Robbins (el abusado) es acusado de asesinar a la hija de uno de los que se salvó del vejamen (Sean Penn); siendo el crimen investigado por el tercero en cuestión (Kevin Bacon). Cohabitan en el filme un drama (la trama policial que demostrará la inocencia de Robbins) con una tragedia (la vida de tres hombres irreversiblemente marcados por aquella atrocidad originaria). Todo culmina de la peor manera. Penn se venga de Robbins por error y la sociedad (Bacon) decide ocultar el suceso pretendiendo conjurar las turbulencias del pasado. Moraleja. Sólo es factible la grata convivencia si se habilita un territorio apto para la desmemoria.

En una mirada ligera, la tragedia y la política parecen disciplinas incomunicables, recíprocamente excluyentes. Ambas se abastecen del conflicto, sólo que una lo exhibe de manera despojada liberando su lógica arrasadora; y la otra procura administrarlo, establecer un arbitrio, dotada de un plexo institucional orientado a alcanzar soluciones. Puesto de otra manera. La política puede desplegarse con eficacia en tanto exorcice el ingrediente trágico (la conflictividad perpetua), y a su vez la remanencia trágica permanece como trasluz interpelante de la productividad consistente de la política (en tanto acción colectiva dirigida a modificar rumbos futuros).

Una observación más atenta permitirá admitir, sin embargo, que la política debe entremezclarse (quiero decir, algo efectivamente debe hacer) con heridas desgarrantes que fundan la vida contemporánea de los pueblos. Esto es, el actor político no sólo afronta problemas (cotidianos, aprehensibles aun en su extrema intransigencia) sino que se topa además con núcleos duros que enturbian la placentera convivencia social, irreductibles por lo demás al momento cristalino donde las conciencias litigantes finalmente se apaciguan.

Tomemos al respecto un ejemplo emblemático, el Museo de la Memoria. Una dictadura aberrante ocasionó daños sociales agraviantes. Cuerpos que ya no aparecerán, mentes atemorizadas, patrimonios nacionales brutalmente saqueados, deudas tan perversas como impagables, alguna civilidad cómplice o tolerante. Efectos indelebles que inficionan nuestro presente y que son, en un punto, irreparables. La cura institucional ideada es, de algún modo, psicoanalítica. Transmitir alivio es transparentar la densidad de nuestro mal, es adquirir plena conciencia del punto más oscuro de nuestra identidad.

Para la derecha, que pregona el olvido, el pasado le llega bajo el severo rostro de la acechanza: sus simpatías con el genocidio la incrimina. Para la izquierda, que siempre exige más, el pasado llega como edad de oro malograda. La memoria aparece como periplo a través de la ejemplaridad. Falta en ambos casos, la sabiduría trágica. El pasado, en definitiva, no languidece ni enseña. Tan sólo advierte.

Los episodios del 24 de marzo mostraron al presidente Kirchner al borde del desequilibrio, al filo del vínculo fructífero entre tragedia y política. Sus colisiones con las capas dirigentes y cierto incordio social que rodeó al evento mostraron al primer mandatario en el estrecho desfiladero que separa la valentía de la memoria del desatino de la política. El Museo de la Memoria no puede ser la apologética retenida de una generación ni la intrépida gestualidad fundacional de un líder impetuoso. Es nada más ni nada menos que el testimonio vital y reflexivo de un horror que no puede volver a ocurrir. Pero que ocurrió. Y está allí. Entre nosotros. Sin solución.

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