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 sábado, 22 de mayo de 2004

Reflexiones
Dios no era tan argentino

Jorge Riestra (*)

Creación anónima, fruto de la sabiduría, el ingenio o las creencias de los sectores populares, "Dios es argentino" fue una singular especie de frase hecha que hace ahora medio siglo, poco más o menos, comenzó a oírse, sin que alterara el ánimo de nadie, en ciertas rías profundas de la clase media de bajos ingresos, siempre temerosa del derrumbe que podía llevar a la proletarización, y en los barrios con tradición obrera que se escalonaban irregularmente hacia las afueras de la ciudad, donde el querosén de la cocinita de hierro dialogaba a la distancia con la cocina de gas natural engalanada con cuatro hornallas y horno doble, mientras el trozo de hielo envuelto en arpillera lo hacía, en los eneros y febreros de calor interminable, con la heladera eléctrica, la recién arribada matrona blanca e imponente que se había aposentado en algunas de las casas de dos plantas con balcones a la calle.

La ciudad, más específicamente los habitantes cuya edad orillaba o excedía la treintena, tenían firmemente grabada en la memoria la crisis de los años treinta, el desaliento y la tristeza de esa época de fraude, desempleo, escasez y carestía. Parecía que venían tiempos distintos y para mucha gente, efectivamente, vinieron, veíase al país salir del largo adormecimiento, despertar. La Segunda Guerra Mundial concluía, de la posguerra soplarían vientos favorables, indudablemente éramos de nuevo el granero del mundo, el mundo reclamaba alimentos y para eso, para proveérselos estaba la Argentina con sus millones de hectáreas de tierras de pan llevar y sus ganados.

El empuje, el impulso corajeaban de cuerpo presente, pero eran a la vez semilla que encerraba un futuro próspero, quizá ilimitado. Había emprendimientos, trabajo, buenos salarios, proliferaban los oficios, se expandía la educación secundaria, se multiplicaban las escuelas técnicas, la ciudad, nuestra ciudad no sólo acompañaba al país en su marcha hacia la diversificación y el progreso: ocupaba además uno de los puestos de vanguardia y así era, la pequeña y la mediana industria le cambiaban día a día la fisonomía y la ayudaban a dejar atrás la obsesión del puerto con sus doce kilómetros a veces plenos, decaídos otras e incluso inactivos, la agonía cíclica.

Quién lo hubiera dicho, Rosario ciudad industrial, docenas, centenares de talleres, galpones y tinglados hacia el norte, el oeste y el sur, no hacia el este porque por el este corría inamovible el Paraná, se hablaba de un cordón industrial, increíble, la ciudad intermediaria que seguía siéndolo, que no quería dejar de serlo, acollarada, con la industria, primero cientos y luego miles de obreros nacidos en sus barrios, en la provincia y mucho más allá, pues del perdido norte argentino y del más que perdido noroeste bajaban formoseños, chaqueños, correntinos, santiagueños, riojanos, catamarqueños, tucumanos, salteños, jujeños que llegaban con sus ataditos de ropa en busca de un conchabo.

Indudablemente Dios era argentino y de cumplirse la profecía que alguien con mucho poder había lanzado a rodar por América, se estaba en camino de la Argentina potencia. Sólo la pasión política, trocada en fanatismo con una asiduidad un tanto delirante, y un verticalismo absorbente que hería los principios republicanos, extendían un caparazón de cielo plomizo sobre el paisaje en movimiento.

Lo que se ha narrado podría ser el punto de despegue de un arco temporal que partiera del año 1950, y descripta la parábola tocara tierra en el 2000. Medio siglo nada más, una brizna en el pajar del tiempo, pero ¡qué medio siglo! Algunos colores vivos del espectro -los pujantes años sesenta, por lo menos hasta el golpe de Estado de 1966, que expresó no sólo la reacción ante un posible pensamiento transformador, sino también el temor al pensamiento libre-, y entre los rayos de luz, alternadamente o arracimados hasta el agobio, los manchones grises, y en ocasiones dramáticas la oscuridad total.

La fe ciega, la confianza, el escepticismo, la desesperación fueron las salsas humanas con las que se condimentaron días, semanas, meses, años y lustros de la vida nacional. La historia podía ser vista como el sube y baja de los chicos -la percepción de un juego macabro no estaba lejos de ser absurda-, mas no como un péndulo, porque éste, cuando se detiene, deja de serlo. Ni siquiera cabía la posibilidad de calcar el cliché "años locos"

-aunque fuera el adecuado a la hora de leer el diario de la mañana o de encender la radio o el televisor-, como se tildó en Estados Unidos y en partes de Europa a los años veinte del siglo XX, porque si bien esos años se miraron solamente a sí mismos y acusaron por lo tanto una fuerte miopía -aguardándolos estaban, con la espada mítica en el aire, el crac del 29 en el país del Norte y el ascenso del nazismo en Alemania-, alentaron sanos brotes de desenfado, de alegría, innovación y creatividad, y los nuestros del medio siglo "interesante", si contuvieron sueños o ilusiones de un mundo en justicia y libertad o, sencillamente, de vivir sin el acoso de la penuria cotidiana, alojaron ambiciones que apuntaban a la instalación de un Estado represor.

El país sobrevivió en carne viva el dolor, la indignación, la perplejidad, el empobrecimiento, el miedo, la impotencia, a la retahíla de calamidades de las que fueron caldo de cultivo el devenir político y la economía nacional. Tal como cada uno puede o quiere revivirlo, fue el espectáculo que la Argentina montó en el escenario de la Historia. Cualesquiera sean las puestas que compitan, los actores serán todos argentinos, como argentinos serán también la platea, los palcos, las tertulias y el paraíso. Pocos habrán de ser los hijos de aquellos inmigrantes que llegaron para "hacer la América".

La homogeneidad del origen, o la finalización del reiterado y solemne crisol de razas, no parece habernos ayudado mucho ni como sociedad ni como Estado. El espejo dice la verdad: tanto los que construyen como los que destruyen son argentinos. Y si asombra la vastedad de lo destruido -camínense las calles, recórrase el actual "cinturón de herrumbre" en que se convirtió el diverso y afanoso cordón industrial-, no se registran asomos de reconocimientos de culpas individuales o colectivas. En la Argentina, nadie se considera culpable. Los culpables son siempre los otros, y de esta premisa se deriva el derecho al reproche y a la acusación. La incidencia cruel y hasta despiadada de la globalización y sus anexos, no explica totalmente el retroceso que la Nación muestra en las facetas esenciales de su vida. Dios no era tan argentino como se creía.

Aunque lo semeje, no es una paradoja: los países vaciados -y el nuestro lo ha sido- son los que más pesan sobre las espaldas de quienes los habitan. Piénsese en los jóvenes que a los veinte años, más allá del océano, marchaban a la Guerra del 14, y a los sobrevivientes, pero ya con cuarenta y cinco, cuando estalló la Segunda Guerra. Nada que ver, todo esto, con el destino nacional. Si no se mezquina la mirada crítica, de nuestra historia pueden extraerse feroces enfrentamientos sectoriales, una confusa o desaliñada guerra civil encubierta, el incomprensible desaprovechamiento del tiempo, del espacio y de la idoneidad o el talento, dirigencias políticas marcadas con hierro candente por la inepcia, un comportamiento cívico capaz de percibir, pero no de asimilar, la tortuosa proyección de una historia de esperanza, frustración y fracaso. Pequeñeces, todas pequeñeces, vistas a través de lo que fue para el planeta el luminoso y terrorífico siglo XX. Sin que importen, si se pretende atenuar las sombrías conclusiones, los padecimientos de los argentinos de estos años de amarga pobreza y restringidos horizontes.

(*)Escritor rosarino, premio Nacional de literatura

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