Año CXXXVII Nº 48380
La Ciudad
Política
Información Gral
Opinión
La Región
El Mundo
Policiales
Cartas de lectores


suplementos
Ovación
Turismo
Mujer
Economía
Escenario
Señales


suplementos
ediciones anteriores
Salud 05/05
Autos 05/05
Turismo 02/05
Mujer 02/05
Economía 02/05
Señales 02/05


contacto

servicios

Institucional

 domingo, 09 de mayo de 2004

Rosario desconocida: Locos de la vida

José Mario Bonacci (*)

Las grandes ciudades guardan en su interior vidas que han extraviado el camino. Se ejercen en una dimensión por fuera de lo común, pueblan rincones y pasan los días haciendo de las suyas. Son expresión de la locura, hacen cosas insólitas sin molestar a los demás, muchos de ellos se divierten, llegan a integrar el carácter de un rincón o de una zona y terminan siendo considerados por quienes pueblan las calles. Así imaginan la familia que quizá la vida les birló, o por lo menos tienen un mínimo punto de apoyo afectivo que los ayude a soportar su cruz.

En nuestro pueblo natal, Vera, provincia de Santa Fe, había un flaco que siempre esperaba a alguien, le pedía que mirara por el hueco de un tubito armado con un billete y preguntaba si lo había visto a San Martín. Ante un no, agregaba: "¡Ah, bueno! Entonces en cualquier momento pasa por aquí".

En aquel norte santafesino, caminaba por los bares el loco Mercurio, viejito diminuto que lustraba zapatos. Cada servicio podía durar una hora con un auditorio que escuchaba sus historias insólitas. Siendo niños allá por 1947, supimos por su boca que había viajado en ómnibus desde Santa Fe sentado junto al general Belgrano, quien le contó que bajaría en Calchaquí, porque tenía que hacer una batalla contra gente que molestaba.


Billetes vencidos
Por aquí era famoso el loco Pataqueno. Vendía billetes de lotería vencidos en la zona de la Bolsa de Comercio a clientes que le seguían el juego. Solía decir que su nombre era nada menos que Benedetto Croce. ¿De dónde había venido? Podía proferir insultos variados o piropear a una mujer que pasara a su lado, en un estilo que hubiera envidiado Gustavo Adolfo Becquer.

Otro, impactante con su estampa inmensa y torva, fue el plumerero que voceaba la mercadería por Oroño de lunes a viernes, y sábados y domingos caminaba por allí kilómetros y kilómetros leyendo la Biblia a los gritos.

Pero el más cercano a estos días fue Cachilo, el poeta de los muros, que adornaba paredes con sus grafitis. Cientos, miles: "No se coma las vacas... ¿con la leche no le alcanza?". "Jugar con poeta, trae yeta". "Dijo Confucio el hombre no animal, tiene que ser sucio". "Aquí está la bandera idolatrada, regalada...". "Paciencia paisanos, es nuestro destino de argentinos". ¿Cachilo preanunciaba el futuro?

En el territorio urbano y afectivo de nuestra infancia, conocimos otros ejemplares guardados en el archivo de recuerdos. En la ochava sur-este de Ayolas y Maipú estaba "Tienda Elena". Aparecía por allí un muchachón de barba rala, torvo, se acercaba al lugar y le regalaban los tubos en que venían enrrolladas las telas. Entonces enfilaba hacia San Martín y "el loco de la corneta" brindaba sus conciertos: "To, to, to, totototo!... totó totó totó...". ¿Por qué eso y no otra cosa?

En el refugio para esperar el tranvía en San Martín y Ayolas tenía su parada Juancito, sentado en el banco interior del lugar con salida por ambas calles. Siempre reía, a menudo realizaba actos privados con su cuerpo sin importarle nada, pero su placer máximo se expresaba en el otoño. Juntaba hojas de plátano secas, las trituraba pacientemente y con hojas de diario armaba unos puros de 40 centímetros que fumaba sin piedad para sus pulmones. Una verdadera enciclopedia de acciones y manías no comunes...

En la misma esquina actuaba el loco Chaparro, de quien se decía que había estado recluido en Coronda. El tranvía 7 con fin de línea allí y retorno por San Martín era perseguido a carrera tendida animado con sus gritos: "¡Vamos Chaparro! No me aflojes... ¡Dale, Chaparrito, dale Chaparrito!". Así, varias veces seguidas de norte a sur y viceversa a lo largo de cinco cuadras. Un estado físico envidiable.


La vieja de los tachitos
A pie por Maipú hacia el sur, aparecía a la mañana "la vieja de los tachitos", de nombre y procedencia ignorados. Clan... clanclan... clan, se anunciaba con tachitos y envases de lata colgados o asomados de un bolso raído seguida siempre por quince o veinte gatos, llegaba a bulevar Seguí y San Martín y se sentaba frente al busto de La Madre. La rodeaban los felinos, pasaba el día hasta que moría la tarde, levantaba campamento y se retiraba como había llegado por el mismo camino y con los fieles gatos detrás. Sin embargo, nunca se nos ocurrió seguirla para saber dónde pasaba el resto de sus horas.

Cerca de allí, en la esquina noroeste de Maipú y Saavedra, había un almacén al que llegaba en mediodías de veranos e inviernos un gordo inmenso, típica estampa italiana, pedaleando un triciclo de tres ruedas lleno de quesos variados. Hacía su transacción comercial, se sentaba luego en el cordón de la ochava, bebía un litro de vino completo en una media hora, acompañado por doce huevos crudos absorbidos por un agujero hecho en una punta y se iba caminando y arrastrando su vehículo. Una vez nos animamos a preguntarle por qué se alimentaba así y contestó: "es lo mejor para el hígado, así no hay problemas". El hombre conocía muy bien el metabolismo humano.

Por calles de la sección 6ª circulaba otro Juancito, muchacho de caminar ligero, casi trotando, con una goma de unos 20 centímetros de largo que estiraba y empleaba para azotar las paredes del barrio, contando sin ningún tipo de respeto al orden natural y matemático de los números: "quince, dos, nueve, treinta, seis, catorce...". Nuestro inolvidable compañero de Facultad Mario Strano nos lo presentó y le pidió que nos explique lo que hacía. "Mato moscas, mato moscas, hay muchas moscas, muchas". Pero lo notable fue que no había ningún insecto por los alrededores. Sólo él las veía.


Tres impermeables
En el presente, ahora mismo, podemos encontrar en las peatonales a un muchacho de enorme porte, barbudo, con dos o tres sobretodos e impermeables desgastados encimados. Transporta veinte o treinta bolsas de plástico rellenas con otras usadas, se sienta en algún banco y mira fijamente a lo lejos. Nunca habla con nadie y no se sabe de dónde viene y hacia adónde se dirige. ¿Qué lleva en esas bolsas? ¿Recuerdos?, ¿Deseos no alcanzados? ¿Frustraciones? Nadie lo sabe.

En cambio otro personaje amigo de exhibir sombreros exóticos u otras cosas en su cabeza, es maestro en varios oficios. Dirige el tránsito a los gritos acompañado por un silbato, da indicaciones a la gente, o hace lo que le vimos realizar un día: sacó del bolsillo una canilla de bronce inmensa, la conectó por el lado de la rosca en una oreja, abrió el robinete y comenzó su tarea periodística: "Informa Canal 3. Hoy llueve. Mañana elecciones. Menem presidente. La mejor diversión. Bar El Tropezón". Todo un profesional. ¿Cuántos personajes más de este calibre andan por la ciudad? ¿De dónde vienen? ¿Hacia dónde van?

Inofensivos seres olvidados que viven sus locas vidas. Queribles personajes que no molestan y arrancan en los demás una sonrisa de apoyo y conmiseración. Locos de la vida que gastan las calles con sus expresiones a cuestas, concitan la atención de la gente, o muelen la vida en soledad, abandonados y al margen de todo, inmersos en sus secretas fantasías, o en el punto central de la atención colectiva.

Son parte del paisaje urbano que recorremos todos los días. Ellos también integran el alma de la ciudad que los cobija en el baúl de los recuerdos y seguramente son menos dañinos que muchos que se titulan cuerdos. Sin duda que es así.

(*)Arquitecto

[email protected]

enviar nota por e-mail

contacto
buscador

  La Capital Copyright 2003 | Todos los derechos reservados