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 domingo, 25 de abril de 2004

Mendoza: Desafío a la montaña
La aventura de llegar en un día de trekking al glaciar Horcones del Parque Provincial Aconcagua

Marcelo castaños y Evangelina Nocetti

Llegar al glaciar Horcones Inferior y fascinarse con su belleza, con la pared sur del Aconcagua como telón de fondo, es de por sí una experiencia maravillosa. Pero si se hace en un solo día, sin aclimatamiento en el campamento de Confluencia y en un trekking de diez horas, se siente como una verdadera hazaña. Y eso fue lo que nos pasó. Después de ascender 1.200 metros hasta los 4 mil en una caminata agotadora de seis horas de ida y cuatro de vuelta, llegamos a esa mole de hielo y ripio que asombra con sus figuras caprichosas. No lo hicimos así porque hubiésemos querido, sino porque nos obligaron las circunstancias... y supimos que se puede.

El viaje original había sido planeado para llegar a plaza Francia, el campamento base que se levanta al pie de la pared sur del cerro Aconcagua, a 4.200 metros de altura. Es un trekking muy tradicional, que comienza con una primera aclimatación fuera del parque (por lo general en algún refugio cercano), sigue con un ascenso de 400 metros hasta el campamento de Confluencia (3.200 metros sobre el nivel del mar), una nueva noche para aclimatar, y luego el ascenso hasta los 4.200 metros.

Pero nuestro viaje tuvo algo de improvisado, y no llegamos a conseguir el equipo necesario. Si pagábamos un guía, no podíamos alquilar bolsas de dormir y viceversa. Nos resignamos a que la travesía se ajustaría a nuestras limitaciones, y decidimos disfrutar del parque Aconcagua y sus zonas aledañas en la medida que nos lo permitiera nuestro presupuesto... y nuestras propias fuerzas.


Camino al Cristo
¡Y vaya si lo disfrutamos! Parapetados en el refugio Cruz de Caña, en el complejo Penitentes (2.600 metros), decidimos la primera jornada ascender desde Cuevas (3.150 metros) al Cristo Redentor, al final de un camino de ocho kilómetros y a más de 4 mil metros de altura. Lo hicimos por el mismo camino por donde iban todos los vehículos, aunque también nos dimos el gusto tanto en subida como en bajada de cortar sendero a campo traviesa y volverlo más aventurero.

El camino ofrece un espectáculo deslumbrante de cerros nevados y glaciares, un cielo perfecto y la postal de la ruta y el río Cuevas cada vez más pequeños, igual que el conjunto de construcciones de Cuevas que al final desaparece detrás del precipicio. Es la cordillera pura, la zona más alta del cordón a la que se puede llegar por camino transitable.

En el trayecto, el ascenso se hacía sentir, no sólo por la temperatura, que comenzaba a pedirnos más abrigo, sino por la falta de aire, el cansancio y algunos síntomas leves de mareo y embotamiento. Claro, subir hasta los 4.200 caminando no es lo mismo que hacerlo en auto. Pero la satisfacción al llegar tampoco se iguala.

Quienes subían en vehículos particulares o en transportes de turismo nos miraban como a bichos raros. Nosotros, mientras tanto, íbamos incorporando calorías desde nuestro pequeño "kiosco portátil" (teníamos desde turrones y barras de cereal hasta caramelos", y nos íbamos hidratando: primero con el agua que habíamos llevado, y después con la que recogíamos de los hilos de agua que bajaban de la alta montaña. Agua helada como nunca habíamos probado, exquisita en el momento. No sé cuántos litros tomamos, pero no paramos de hidratarnos.

Y por fin, entre el cansancio y el embotamiento, llegamos al Cristo, en la misma frontera con Chile, donde ambos países se hermanan. Allí, algunos turistas se decían entre ellos por lo bajo: "Ahí está la pareja que subió caminando".

Estábamos agotados, pero más que felices. Sabíamos que después de esa jornada podíamos encarar algo en algún cerro. Habíamos tolerado la altura y el cansancio. Nos estábamos aclimatando.


Confluencia, un trámite
La segunda jornada la dedicamos a conocer ese famoso lugar al que todos nombran y que se ve en cualquier página web sobre el Aconcagua: Confluencia. Confluencia no es más que un campamento ubicado justamente en la confluencia de los ríos Horcones Inferior y Horcones Superior, que conforman el río Horcones, por cuyo cañón se llega al lugar.

En Confluencia pasan su primera noche todos los que ascienden a los distintos campamentos del Aconcagua, siempre que lo hagan por esa ruta y no por la de Falso Polaco (en ese caso se va a Plaza Argentina pero en otro recorrido). Vayan a la pared norte o a la sur del cerro, todos van a parar a Confluencia. Allí se arma una pequeña "villa" de carpas individuales y colectivas, carpas comedor, puestos de Guardaparques y baños públicos. La vida social y las charlas permanentes sobre montañismo son una constante. Hay un ambiente de confraternidad que no se ve muy a menudo en otros lugares.

Desde Confluencia, a donde llegamos con un permiso de trekking diario (es decir, hay que regresar en el mismo día y no pernoctar) se abren los dos caminos: el que lleva a Plaza Francia, al pie de la pared sur, y el que va a Plaza de Mulas, adonde se dirigen quienes después intentarán el ascenso a la cumbre del cerro.

A Plaza Francia se llega con un trekking de entre tres y media y cinco horas (los carteles dicen cinco, pero se puede hacer en menos si se va con poco peso y muchas energías). Cuando vimos que el camino estaba claramente demarcado y que el movimiento era constante a pesar de estar fuera de temporada, nos dimos cuenta de que podíamos hacerlo solos y decidimos que al día siguiente volveríamos bien temprano para emprender un ascenso mayor. Estábamos exultantes.

Esa noche dormí muy poco (Marcelo), me levantaba, me preguntaba en la oscuridad del refugio qué hora sería y cuándo llegaría de una vez por todas el momento de levantarnos. Me preocupaba porque el insomnio es uno de los síntomas del mal agudo de montaña, pero no podía saber si era adjudicable a eso o al entusiasmo.

Emprendimos viaje desde el refugio al parque Aconcagua cuando el sol apenas tocaba los picos. La variedad de matices cromáticos que ofrece la montaña a primera hora es fabulosa por los contrastes entre las zonas que el sol no acaricia y aquellas a las que ilumina a pleno, por cómo la nieve adorna los picos más altos (no así los bajos en esta época del año), y por un cielo que por lo general se ofrece celeste, perfecto. Una postal permanente.

Casi en la entrada del parque aparece el primer mirador del Aconcagua, que ya de por sí invita a parar y mirar. Pero nuestra urgencia era otra: estar ya de nuevo camino a Confluencia, para seguir y transitar el máximo trayecto posible en lo que nos permitiera el día. Nos habíamos puesto una hora tope, en la cual emprenderíamos el regreso, estuviésemos donde estuviésemos.

Sabíamos que a Plaza Francia no llegaríamos, pero podíamos hacerlo hasta el mirador de la pared sur (objetivo de máxima) o llegar hasta el "tapón" del glaciar Horcones (objetivo de mínima). En altura, no hay gran diferencia entre un punto y otro, la diferencia está en el trayecto que hay que recorrer, algo mayor en el caso del mirador.

El tapón del Horcones no es más que la parte visible de un glaciar cuya mayor extensión está bajo tierra. Lo visible es una formación donde sobresalen las puntas heladas, que a diferencia de otros glaciares como el Perito Moreno no se ven totalmente de hielo, sino que están cubiertos de piedra. Quien los ve cree que es piedra impregnada de hielo, pero es al revés. Algo así como un glaciar sucio.

Y emprendimos el camino. El sendero a Confluencia ya era conocido: una parte más bien llana casi a orillas del río Horcones, un puente que se atraviesa para pasar al otro lado del cauce, una zona de más ascenso, otra de piedras donde el espectáculo de la montaña se torna más vivencial que meramente contemplativo, otra zona más plana de ripio, y un camino final prácticamente de tierra unen a la laguna Horcones (2.850 metros sobre el nivel del mar) y Confluencia. Y siempre con el cerro allá, eternamente nevado, que infinidad de veces uno se para a mirar o fotografiar, porque desde todos los ángulos resulta tentador.

En una parte, el camino se vuelve especialmente bello. Una subida por las rocas deja al río debajo del precipicio, y parado en algunas piedras uno se siente casi suspendido. Es para fotos en picado y contrapicado, en medio de las rocas y la inmensidad de la montaña.

Llegamos a Confluencia una vez más. Allí descansamos un rato, sabíamos que no podíamos hacerlo mucho porque nuestros tiempos eran distintos a los de los otros senderistas. Teníamos en cuenta lo que nos habían dicho en Rosario, que en la montaña nadie te apura, pero también que teníamos un permiso de trekking que nos ponía limitaciones.

Charlamos con los guardaparques, les contamos nuestro proyecto (nos dijeron que era factible) y emprendimos el camino.

Fueron tres horas agotadoras, que se sumaban a las más de dos horas y media que nos había llevado llegar a Confluencia. Zonas empedradas, una parte muy escarpada donde pensábamos que el sendero se perdía, caminos naturales anchísimos de tierra, y allá el cerro, siempre presente. Tuvimos que descansar más de lo que esperábamos. La subida vertiginosa y prácticamente sin descanso se sentía en el estómago y la cabeza inexpertos. Pero nada revestía gravedad, y las ganas de cumplir los objetivos eran más grandes. A los costados, la montaña va ofreciendo distintos espectáculos.

El cielo estaba perfectamente despejado, y el sol mataba. De pronto Evangelina preguntó qué podía ser esa masa de piedra nevada con formas tan extrañas. Era una formación que se extendía hasta perderse cerca del cerro y que mostraba sus puntas caprichosas. No tardamos en darnos cuenta: ¡era el glaciar! ¡Habíamos cumplido el primer objetivo! Fotos y más fotos, y el ánimo para seguir y ver si llegábamos al mirador.

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Camino al Cristo. Ocho kilómetros lineales y uno de ascenso.

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