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 domingo, 18 de abril de 2004

El caso del obrero liberado tras ser acusado por violación
La condena social y la Justicia
La reacción pública ante abusos que quedan impunes obvió la necesidad de probar los cargos contra un acusado

Hernán Lascano / La Capital

La víctima de una violación revive y prolonga el trauma de su agresión en su relato. Por eso quienes escucharon la astillada voz de Luciana por radio el miércoles se habrán erizado de espanto. Esta estudiante de Educación Física de 25 años no paró de gemir mientras describía el tormento demencial por el que pasaron ella y dos amigas abusadas por un hombre armado. El martes José, un obrero de 34 años, había sido liberado tras 19 meses de prisión porque el juez de sentencia no encontró ninguna evidencia de cargo sólida en su contra. Durante ese tiempo juró ser inocente. Dijo que por un error pesadillesco su vida y la de su familia se había hecho pedazos. Rogó ser confrontado a cualquier tipo de medida probatoria. Acudió a los medios para decir que quienes lo acusaban se equivocaban de persona.

Luciana también acudió a los medios. Para decir, con rotunda seguridad, que ese hombre era el que la había atacado a ella y a su familia. Que ese hombre al que el juez no había podido declarar culpable era culpable. "Yo estuve ahí. Yo sé que es culpable. Es culpable de que viva con miedo. Es culpable de que no duerma de noche. Es culpable de que esté con cuatro psicólogos", sollozó. Tan segura está que proclamarlo le importó más que abrirle al mundo su desgarrada intimidad.

El juez José María Casas tuvo que dirimir un sensible dilema. Por un lado, el descarnado relato de Luciana y sus amigas en el que siempre creyó. Por otro, la desesperación de un hombre que gritaba que un equívoco lo había hundido en el infierno. Tras reunir los elementos dijo: "El culpable no comete el crimen perfecto cuando elude la condena, sino cuando consigue que otro sea condenado en su lugar. Y yo no tengo elementos que me digan que este hombre es culpable". Enseguida pasó algo con quienes escuchaban: la instantánea identificación con el dolor de Luciana volvió insoportable la sensación de injusticia. Por eso hubo llamados indignados contra el juez que, denunciaban los oyentes, ponía en la calle al culpable.

Hace más de 40 años un ensayista francés llamado Roland Barthes descifró algunas claves ideológicas del lenguaje. Habló de un mecanismo que denominó mito. El mito, decía Barthes, realiza una distorsión que permite que ideas falsas queden probadas como verdaderas. A todo lo que tiene de histórico un acontecimiento lo naturaliza eliminando la necesidad de verificación.

En este complejo caso ocurrió lo mismo. El llanto y el minucioso relato de Luciana daban por probada, para muchos que la escuchaban, la existencia de la violación. Y si José era señalado como el violador por alguien tan sinceramente conmovido era ese sufrimiento -no el concreto acto de la violación- lo que lo volvía culpable. Allí operaba, en el lenguaje, el mecanismo del mito: la gente que oyó a Luciana no dudó de la culpabilidad de José no por lo que históricamente se pudo probar en contra de José sino porque ella padece. Pero el juez necesita, para ser justo, reconstruir una secuencia histórica. Eso es lo que queda suprimido en la indignación de quienes oyen. Ningún sentimiento, por más puro que sea, convierte a nadie en responsable de un crimen.

La tragedia de Luciana se reconoce de inmediato. Pero menos inmediatamente se reconoce otro drama que es hijo cosanguíneo del "manodurismo": que nadie está libre del peligro de pasar 19 meses, o más tiempo, preso sin pruebas. Lo que va más allá de que José sea culpable o inocente. La ausencia de pruebas activa, incluso, otro mecanismo ideológico: la falta de evidencia contra cualquier imputado se asociará al azar o a la sagacidad del criminal para borrarlas. Mucho menos se tendrá por verdadero que si no hay pruebas es porque el acusado pudo no haber estado allí.

Una creencia proclamada por cien, mil o un millón de personas puede condicionar a los poderes públicos. Pero no vuelve a esa creencia verdadera. No es posible servirse de las claves de un caso para juzgar las de otro. Sin embargo puede ser útil, para meditar sobre las comprensibles reacciones emotivas del caso debatido la semana pasada, analizar un fenómeno reciente, aunque olvidado, ocurrido recientemente en Rosario.

Entre diciembre de 1999 y enero de 2000 un centenar de vecinos de la zona de Santiago al 4700 se movilizó una decena de veces pidiendo justicia por el caso de una chica de 13 años que había sido violada en una vivienda del barrio. Todos los medios locales se ocuparon del caso. Los acusados, dos jóvenes de 20 y 17 años, fueron presos. La casa de uno de ellos fue escrachada, apedreada y cubierta con pintadas. Cuando el mayor fue liberado recrudecieron las marchas, que tenían la carga de impacto que suelen generar en la gente los delitos sexuales. "Prisión a los violadores", enunciaba una pancarta. "Señor juez, ¿cuántas pruebas necesita?", decía otra.

Hubo proclamas en Tribunales. El padre de la nena, desencajado, presentaba al juzgado elementos de cargo contra Miguel, el chico de 20 años. ¿Cuáles eran? Los resultados psicológicos realizados a su hija, los testimonios de vecinos que vieron como la chica entraba con los muchachos a la casa donde se concretó el abuso y un certificado por el que Miguel había sido expulsado por mala conducta del Colegio Nacional Nº 1. Al salir de Tribunales, contó que su hija había dicho que además del abuso había sido golpeada por los dos jóvenes. "En una mente de 13 años es imposible que entre una historia como la que contó mi nena si es que no la ha vivido".

Siguieron las protestas barriales cuando el juez Luis Caterina desincriminó a los dos chicos. Pero un día de febrero, dos meses después de la denuncia, súbitamente las marchas terminaron. Fue cuando la nena admitió a su padre que había imputado a los dos chicos para explicar una prolongada demora en volver a su casa e, incluso, la relación que mantenía con uno de ellos.

Restaurar esta historia no busca trazar semejanzas con ninguna otra. Ni, mucho menos, desconocer o desvalorizar el sufrimiento de quienes padecieron, como Luciana, horrendos ultrajes a su intimidad. Se trata no de analizar el dolor privado sino la reacción pública. Porque desde la humillación de la violencia padecida no se puede legitimar la pretensión de que se aplique castigo de cualquier manera ni asimilar que un castigo sumario o indiscriminado supone un acto de justicia. Mil voces indignadas demostraron no tener razón, hace cuatro años, en el caso de Santiago al 4700. Y sí lograron imponer una anticipada condena social, en nombre de la aplicación del castigo a un delito, a quienes nada tenían que ver. Casi nadie asume que puede correr el mismo peligro que corrieron estos chicos. La Justicia tiene el deber republicano de no castigar sin pruebas y en base a apariencias inmediatas. Muchos ejemplos demuestran que no todo lo que reluce es oro y que, aún sin relucir, puede ser oro también.

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Así fue escrachada, en 1999, la casa de un acusado de violación. Luego se demostró que era inocente.

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