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 domingo, 29 de febrero de 2004

Vínculo con el bebé: La fuerza del cariño

Cora Rosenzvit (*)

Cómo criar a un hijo es una de las grandes preguntas que se sigue haciendo la gente. Qué hacer con un bebé: levantarlo en brazos o dejarlo llorar parece ser una de las dudas más frecuentes de los padres, sobre todo de los primerizos. La constitución genética de un ser humano dispone sus futuras potencialidades. Su temprana historia personal -más que cualquier otra experiencia en la vida- es la que permite que ese potencial se realice, se despliegue o se vea interferido o deteriorado.

Cada hijo es diferente desde el mismo momento del nacimiento, con su propio bagaje de actitudes, gustos y necesidades que a menudo tratan de afirmar aun en contra del deseo de sus propios padres. Por esto es que no hay sólo una forma de cuidarlos. Si los padres pueden entender la esencia de lo que es importante en este nuevo vínculo que nace sabrán qué hacer con su hijo.

La criatura humana es el único ser vivo que emerge de la matriz a su nuevo medio ambiente estando físicamente inmadura. Por eso requiere de cuidados intensivos y prolongados por parte de la madre o sustitutos. Por ejemplo, el cachorro de un animal apenas nace puede caminar, buscar por sí mismo el pecho de su madre y su calor porque dispone de un desarrollo motriz que le permite una relativa independencia. El bebé, en cambio, está totalmente indefenso y depende absolutamente de quien se ocupe de él.

El bebé tiene durante nueve meses un suministro constante para su crecimiento a través del cordón umbilical, temperatura y sostén estables. Con el nacimiento hay abruptos cambios fisiológicos: tiene que comenzar a respirar por sí mismo, a deglutir y digerir. También hay cambios de luz, temperatura, sensación de la gravedad. Podemos suponer que todas sus necesidades y sensaciones son sentidas tan extrañas y estremecedoras como lo puede ser un trueno.

La única forma que tiene el bebé de expresar su malestar es a través del llanto y la agitación motriz que, en un principio, tienen la única intención de descargar tensiones. Más adelante utiliza el llanto intencionadamente como método de expresión y de llamado, ya que aprende que la presencia de la madre o sustituto tiene relación con su propio bienestar, en tanto que su ausencia resulta inquietante.

Está estudiado a través de diversas investigaciones que la capacidad de esperar, de estar solo, la tolerancia a la frustración y la independencia son logros que se aprenden, se adquieren muy lentamente a través de la presencia materna y de la satisfacción de sus necesidades en forma rítmica, monótona, constante y dosificada adecuadamente. Presencia materna no significa que la madre deba estar permanentemente al lado de su bebé, sino ser de fácil acceso cuando el chico la requiera y estar dispuesta a responder apropiadamente.

Uno de los mitos más difundidos en el cuidado de bebés es que si los levantan cuando lloran se malcrían, o nunca van a aprender a arreglarse solos. Otra frase muy escuchada de padres desorientados es: "Si ya comió, ya lo cambié, no quiere dormir, ¿qué más quiere?"

Una de las fantasías más comunes es el temor a convertirse en eternos esclavos de los hijos. Sin embargo, el ser tenido en brazos es una necesidad tan importante para los bebés como sus requerimientos fisiológicos.

En los primeros meses de vida levantarlos, hablarles, es una de las maneras más importantes que tienen los padres para demostrar amor por sus bebés. La presencia constante de los adultos, intensiva al principio, va a crear en el niño lo que se llama la "confianza básica" en que no está solo, librado a fuerzas desconocidas y que sus necesidades van a ser satisfechas en algún momento. Si esta confianza básica no se logra establecer, cada ausencia o frustración va a ser vivida con intensa angustia y sensación de abandono. La lógica del niño es del todo o nada.

Un dramático ejemplo de la importancia del vínculo afectivo es el resultado de una investigación coordinada a lo largo de treinta años por el psicólogo austríaco René Spitz. Este estudio se basó en la observación de cientos de bebés en diversas guarderías. Eran bebés, cuyas madres, solteras o divorciadas, de nivel socioeconómico bajo, no podían hacerse cargo de mantener a sus hijos. En estos centros cada enfermera tenía a su cargo diez bebés que eran alimentados y mantenidos limpios. Como consecuencia de ello cada uno obtenía, en el mejor de los casos, una décima parte del tiempo de la enfermera, es decir, una décima parte de los cuidados que le hubiera dado una madre o sustituta. Además, como agravante de la carencia afectiva -como era práctica peculiar en casas de huérfanos y hospitales infantiles- para mantener a los infantes sosegados las enfermeras colgaban sábanas o mantas a los pies y a los costados de cada camita aislando al bebé del mundo y de todos los otros cubículos, en un encierro solitario donde sólo podían ver el techo.

Todos los niños observados tenían una experiencia en común: tenían buenas relaciones con sus madres, que los visitaban frecuentemente. Pero en cierto momento, entre el sexto y el octavo mes de vida, fueron privados de su madres por diversas razones durante un período ininterrumpido de tres meses. Como consecuencia de la separación, estos bebés desarrollaban una conducta lloriqueante que después de un tiempo daba paso al retraimiento, solían yacer postrados desviando el rostro de los observadores y se negaban a participar en la vida de su alrededor. Perdían peso, sufrían de insomnio y resfríos intercurrentes. Su índice de desarrollo revelaba primero un retraso y luego un descenso gradual.

Cuando la separación de la madre excedía los cinco meses, durante el primer año de vida, los síntomas iban empeorando. El retraso motor se hacía evidente, los niños se tornaban pasivos por completo y yacían postrados boca arriba en sus camas. La pérdida del apetito y la propensión al aumento de las infecciones llevaron a un porcentaje tristemente elevado de muertes si la privación afectiva continuaba en el segundo año de vida. Este es un ejemplo dolorosamente extremo de cómo el ser humano necesita del contacto afectivo para vivir. No basta sólo el alimento ni los cuidados higiénicos. El intercambio emocional es motor de vida, fuerza de existir y estimulador de crecimiento.

(*) Psicóloga

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