| sábado, 31 de enero de 2004 | Charlas en el Café del Bajo -Hoy le regalo un cuento, Inocencio, que escribí una tarde de soledad: "La sangre más bella, la sangre perfecta es la derramada por el sol en esta hora", me dijo mientras se detuvo a observar como la preciosa esfera roja caía por sobre el horizonte marino. Paula miraba extasiada el atardecer. El silencio del mundo, tan particular del crepúsculo, nos acompañaba y sólo era roto por las olas que se perdían en la arena y el graznido de alguna gaviota que cruzaba ante nosotros. El griterío de los bañistas ya no se escuchaba y sólo quedábamos en la playa la naturaleza y nosotros. Nosotros, que apenas si éramos dos extraños a los que habían unido hacía unas semanas la soledad y el amor por el atardecer en el mar. Sin embargo, fue suficiente cruzar unas palabras para comprender que nuestras almas se encontraban en los mismos gustos, en los mismos sentimientos. Ella era una mujer joven (a los pocos días de conocernos me confesó que tenía 35 años, aunque aparentaba algunos menos) y ciertamente hermosa. En su delicado rostro suavemente alargado resplandecían sus ojos celestes como el mar que contrastaban con sus cabellos rizados y negros naturales que caían sobre sus hombros. Su cuerpo estilizado y su piel sutilmente bronceada cerraban a un ser físicamente bello. Sin embargo, la mayor atracción de esta mujer residía en su mirada. Mirada tan profunda que uno podía leer en ella a su propia alma.
Con el tiempo descubrí que tantas penas en su vida la habían hecho madurar profusamente y tal vez por esa razón aceptó la inesperada amistad de un hombre que, a la sazón, estaba por cumplir 55 años. Poco me bastó para caer en la cuenta de que Paula, siendo una mujer culta, buscaba el significado de la vida. Entendía que tal significado sólo podía encontrarlo, acaso, en los últimos tramos del camino, pero como era obvio para ella que no alcanzaría a andar tanto por la ruta de esta existencia, se afanaba por encontrar las respuestas en personas mayores que ella.
La historia de esta mujer, en apariencia exitosa, era una sucesión de infortunios. Había perdido a sus padres a los 21 años y a los 29, un accidente aéreo le arrebató lo que ella más amaba: su esposo. Toda su familia era su hijo, Emmanuel, de 10 años, al que prodigaba más cariño y cuidados que el natural de cualquier madre. Era entendible que por ese ser ella prácticamente hubiera renunciado a la vida.
Es paradójico que Paula se aferrara a mí para descubrir los motivos de tantas angustias. Ella supuso que yo tenía las respuestas, pero una tarde creí que al fin y al cabo yo nunca había tenido nada de eso. Desde hacía varios días no asistía a nuestros encuentros en la playa y eso me preocupaba. Confieso que me desanimó pensar que tal vez hubiera conocido a otro hombre o hubiera decidido suprimirme de su vida. Sin embargo, a los pocos días, y mientras como de costumbre me encontraba yo caminando por la arena, una mujer vino a mi encuentro. Tras observarme detenidamente como si quisiera confirmar que era yo a quien debía entregar el recado me dio una carta y se marchó de prisa. La leí ansioso: «Querido Jacques: hubiera querido que nunca recibieras esta carta. Di la orden a la enfermera de que sólo se te entregara si yo... Bueno, nunca te conté que padezco de una cruel patología de la que no quiero hablar ahora. Tal vez comprendas por qué te hice tantas preguntas sobre la vida. Hubiese sido hermoso seguir caminando con vos junto a la playa cada atardecer y hablar de esas cosas trascendentes, evocando en los inviernos estos crepúsculos llenos de sosiego y esperanza. Pero ya ves ello no será posible. Pero sí será posible que le hables a Emmanuel, ¿verdad?, que le hagas entender que la vida, a pesar de todo, tiene un sentido. Finalmente, quiero confiarte un secreto encerrado en una última pregunta: ¿cómo hubiera hecho para no enamorarme de tu alma? Con afecto, Paula».
Aquella tarde en que murió tu madre, querido Emmanuel, hace ya 20 años, me desplomé sobre la arena y lloré amargamente. ¿Cómo era posible? Me dije que la vida no tenía el menor de los sentidos. Afortunadamente estaba equivocado, ella tenía razón: «La vida, a pesar de todo, tiene un significado».
Es extraño estar caminando en esta playa, después de tantos años, junto a vos, junto a tu esposa y tus hijos, pero es a la vez maravilloso. Callemos por un rato, Emmanuel, sólo escuchemos el graznido de las gaviotas y el de las olas cuando se sumergen en la arena. Caminemos y percibamos ese espíritu amoroso y sonriente que camina junto a nosotros. ¿Lo sientes?".
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