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 viernes, 30 de enero de 2004

Reflexiones
La argentinidad de Borges

Jack Benoliel

En 1994 -se había cumplido ocho años de la muerte de Jorge Luis Borges-, Santiago Kovadloff le escribió una carta: "Carta a un viejo poeta". Su comienzo fue este: "Querido Borges: permítale a un desconocido que lo llame así. Le debo, como tantos argentinos, la emoción y aun el asombro de haberme reconciliado conmigo en muchas de sus palabras. Hay algo que quiero decirle inicialmente. Sólo los hombres como usted -y no los hombres como yo- son verdaderamente mortales. Los hombres como yo somos eternos. Nada esencial nos distingue a unos de otros y, generación tras generación, nos sucedemos asegurando, con la terca monotonía que a todo le imprime nuestra irremediable trivialidad, el prototipo de un hombre sin relieve, el del hombre ajeno a la bendición y al tormento de la singularidad. En cambio a usted, Borges, le ha tocado morir. Ha muerto porque sólo muere lo excepcional. Por eso cuando alguien como usted nos deja -y rara vez nos deja alguien como usted-, el misterio que envuelve esa presencia tan prodigiosa como infrecuente a la que llamamos espíritu resalta con una intensidad profunda y dolorosa".

Brillante carta de un filósofo brillante. El nos hace saber que hemos sido contemporáneos de Borges como otros lo han sido de Sófocles, de Dante, de Shakespeare y de Pascal, de Camoes y de Goethe. Glorioso destino...

Pretender salir en defensa de Borges sería una inconcebible irreverencia. No podemos olvidar nuestra irremediable trivialidad. Volcaremos tan sólo un pensamiento.

Casi se ha generalizado, especialmente fuera de nuestro país, una lamentable omisión: la escasa referencia a la argentinidad de Borges. Alúdese accidentalmente a él como "el escritor argentino" o "el escritor bonaerense" y los críticos suelen insistir en su, más que europeísmo, universalismo. Su obra justifica esas alusiones, pero no el silencio en lo fundamental: "su arraigada veta argentina". ¿Inadvertencia, negación, incomprensión? Esto se podría aceptar cuando los lectores y comentaristas no forman parte de ese complejo de la vasta comunidad de la lengua y el sentir hispánicos. No obstante, lo argentino dista en Borges de ser un accidente; es una mitología y un alimento. La riqueza cultural y humanista de Borges lo lleva a centrar su atención en ricas invocaciones a Coleridge, a Homero, a Quevedo, a Chuang-tzú, a Kafka, a Petronio, a Chesterton o a Shakespeare, sin perder de vista uno de los fondos primeros del escritor: su argentinidad irrenunciable.

Vamos a referirnos a la subida argentinidad de Borges. En "Tamaño de mi esperanza", dice: "A los criollos les quiero hablar; a los hombres que en esta tierra se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están siempre en Europa". En "El hombre de la esquina rosada" Borges llega a asumir el lenguaje de los malevos de Buenos Aires: refiere a una mitología de puñales. "La ciudad está en mí como un poema" ha escrito en "Fervor de Buenos Aires", o en "La luna de enfrente": "No he mirado los ríos/ ni la mar,/ ni la sierra/ pero intimó conmigo la luz de Buenos Aires". En tanto, "Sur", "El fin" o "Tadeo Isidro Cruz", con personajes extraídos del "Martín Fierro", son una apasionante suscitación del campo argentino. Otras veces, la onda argentina de Borges destella pronto en la cuchillada de una metáfora, el recuerdo de los muelles bonaerenses o la reminiscencia infantil de la ciudad antigua. En "La trama", un gaucho apuñalado es César muriendo en el Senado; en "El Zahir", las calles, callejones y tabernas de Buenos Aires asisten al terror del hombre obsesionado por la moneda inolvidable. "El Aleph", al tiempo de un formidable relato mágico, desplaza un acentuado regusto bonaerense y retrata tipos y situaciones particulares de la vida literaria porteña. En "El cautivo" a la patética integración final antecede una historia de indios, asaltos, vastas estancias y distancias del campo argentino. En "Diálogo de muertos", hablan a las puertas del infierno dos tiranos de la historia argentina. La meditación "Martín Fierro" proclama la eternidad del anónimo personaje de Hernández y de Hernández mismo. Pero a nuestro entender, "Funes el memorioso" es el radiante ejemplo de la aleación a que nos estamos refiriendo: testimonio del mundo y de los hechos. Funes, el inválido peón del campo argentino, es un espejo del tiempo y de la memoria.

Por lo demás, hay una argentinidad involuntaria, un estado puro, esa que surge como un torrente en la ejemplificación de Barrancas, el pueblecito de "Nueva refutación del tiempo", que se manifiesta en "Los espejos velados", que se esboza en la innominada ciudad -Buenos Aires- de "La muerte y la brújula", que centellea en los libros "Discusión" y "Otras inquisiciones", y también en "El hacedor".

¿Alguien puede ignorar que lo "argentino", en Borges, es un camino? Camino transitado con erudición, elegancia, profundidad y belleza. La veta argentina de Borges, luminosa y vibrante, ilumina la literatura argentina -y la universal- con rayos perdurables. El Congreso de la Lengua será el ámbito ideal para valorarlo y proclamarlo.

Si faltara algo por decir, podríamos agregar las palabras de Borges sobre la patria: "La patria, amigos, es un acto perpetuo. Como el perpetuo mundo. Nadie es la patria, pero todos lo somos".

Comenzamos con el filósofo Santiago Kovadloff. Concluyamos con él, diciendo sobre Borges: "Es pensado también que su ceguera fue la piadosa ofrenda que nos hizo su humildad, para que nadie entre nosotros advirtiera que por nuestras calles y por nuestro tiempo marchara un hombre que todo lo veía".

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