| domingo, 18 de enero de 2004 | Sociedad: La impunidad de los cincuenta Viviana Della Siega (*) Quienes nacimos en los inicios de la segunda mitad del siglo pasado, léase la década del 50, año más año menos, constituimos sin duda alguna, una generación bisagra. Y paso a fundamentar mi proposición. Crecimos bajo el modelo de una familia tipo, con papá proveedor, cuya palabra era respetada y con mamá cariñosa ama de casa, dedicada a su hogar, hijos y marido, como se suponía mandaba la naturaleza eterna del orden universal. Fuimos a la entonces escuela fiscal con impecables guardapolvos tableados, sentadas de a dos en bancos de madera lustrada y agujero para colocar el blanco tintero en el que mojábamos nuestra pluma, hasta que accedimos al "involcable", ése que alguna vez nos falló, haciéndonos un desastre para desesperación de nuestras progenitoras.
Luego, algo sucedió. Los sesenta vinieron con un cóctel, mezcla de Beatles, Mao, revolución cubana, mayo francés, primavera de Praga, Puebla, Medellín y tantas otras novedades. Sin olvidar por supuesto, a los hippies, amor y paz y la píldora que nos abrió la posibilidad de "consumar el matrimonio", antes de pisar impolutas el altar. De todos modos, muchas de nosotras consultamos a la amiga psicóloga antes que a la correspondiente médica ginecóloga, para poder atravesar el mandato sin culpas sobre la conciencia, resabios de muchas horas de retiro espiritual, confesiones, rosarios a las seis de la tarde, amonestaciones y ramilletes espirituales honrando las maravillas de la virginidad.
En los setenta el cóctel se volvió molotov. Decididas a cambiar el mundo, o aunque sólo fuera nuestro país, nos convertimos en "compañeras", abrazamos a Evita, discutimos con el General y en el medio de nuestra revolución inconclusa, nos animamos a casarnos con juez, cura, vestido blanco (mini el mío), incluida torta y tradicional vals, en una concesión a nuestros padres que escuchaban azorados nuestras críticas al capitalismo burgués. Como una porfía al aliento de la muerte que se acercaba rauda, en una amalgama de coraje e inconsciencia parimos hijos, que tuvimos que criar sin padres o a quienes todavía estamos buscando porque fueron robados de regazos yertos para entregarlos a brazos carceleros de su identidad.
Pasamos el tenebroso túnel de la dictadura militar, escondiendo nuestro dolor para darles una sonrisa a estos niños para los que no teníamos más respuesta que nuestra maltrecha convicción militante y llegamos a los ochenta, empezando a comprender que no sólo existían diferencias de clases sino también de género. Y así nos enfrentamos, con el feminismo bajo el brazo, a los liftings y las siliconas de los noventa, orgullosas de que las huellas de la lucha quedaran estampadas como arrugas en nuestras caras, canas en la cabellera y rollitos en las caderas. Concedimos algunas caminatas, horas de gimnasia y comida un poco más sana, pero honrando el vino como lugar de encuentro fraternal.
Sin la urgencia del sexo, pudimos prescindir un poco más de los hombres sin dejar de otorgarles el mérito de brindarnos placer. Frente a las críticas de nuestras hijas que nos recriminan haberlos asustados con nuestra prédica de la igualdad, lo que convirtió a machos intrépidos en confundidos adolescentes incapaces de asumir un compromiso de amor, argumentamos que todo cambio exige una readecuación, que habrá de ser el esfuerzo para quienes durante milenios ejercieron un poder escamoteado a costa de la sumisión de féminas que se creyeron el cuento de la primacía del varón.
Convengamos que como siempre sucede, nuestras adorables hijas vienen disfrutando de las conquistas conseguidas palmo a palmo. Comparten el lavado de platos, sartenes, espumaderas, el cambio de pañales y el cuidado de los críos. Falta aún transformar la colaboración en gerenciamiento, esto es, que sepan qué, cuándo, cómo hacer sin tener que marcárselos como a niños de jardín.
Gustosas, abdicamos al reinado del hogar por la oficina, las bancas del parlamento, la empresa o lo que sea. Porque cuando se anunciaba el fin del trabajo, descubrimos que a nosotras se nos había triplicado, en 24 horas repartidas en casa, empleo y acción social, comunitaria o como quieran llamarla.
También aprendimos que cuando los hombres nos aplauden y elogian "lo bien que trabajamos" en realidad nos adulan para que sigamos produciendo cada vez más y mejor, porque este arribo tardío al mundo laboral nos obligó a exigirnos siempre algo más para ser consideradas. Ahora lo seguimos haciendo, pero sabemos de qué se trata.
Veneramos al lavarropas automático y el microondas, no por una fiebre consumista sino por lo de ayuda a nuestra liberación cotidiana de comida y ropa, que por años sujetó como pesadas cadenas a nuestras abuelas y madres, dobladas ante la tina de lavar o las humeantes ollas de guisa.
Con los hijos criados -aunque no siempre decididos a abandonar la casa- el marido (para la que aún lo tiene) educado a fuerza de largas discusiones y permanentes clases de tareas hogareñas, recobramos el goce de compartir con amigas una charla intrascendente, un café o una cerveza, en la complicidad que otorgan los códigos compartidos, la sabiduría de unos cuantos años intensamente vividos y la valorización de la amistad lastimada por tantas pérdidas, exilios y separaciones.
Después de todo, como dice el maravilloso Gabo "vivir para contarla". Aunque a veces provoquemos cierto escozor en quienes no empuñaron más arma que las cacerolas o viven bajo el yugo de la eterna juventud en cuerpos de plástico o pretenden controlar cuerpos y mentes ajenas o se sientan plácidamente a mirar como la historia pasa sin más propósito que perdurar a costa de cualquier traición, creo que nos hemos ganado el derecho a decir las cosas como las creemos, las vemos, las sentimos. Elegimos cuidadosamente nuestros sí y nuestros no. Reivindicamos el placer y el derecho a disfrutarlo, nuestras convicciones y el derecho a exponerlas, sin más límite que el que nos impone el respeto a la diferencia. Es la deliciosa impunidad que dan los cincuenta.
(*) Comunicadora social
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