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 domingo, 07 de diciembre de 2003

Charlas en el Café del Bajo

-Déjeme que evoque aquel atardecer de invierno muy lejos de mi tierra, lejos de todo, lejos del amor y tan cerca del gris y la soledad, una soledad que apenas si se veía entre la neblina de mi existencia. Imagínese Inocencio estar escuchando a Richard Anthony cantando aquella recordada canción "Sunny". ¿Se acuerda de Sunny? Entonces el mundo vivía y mientras ese mundo reía y corría, yo, un condenado por el destino, apenas si gustaba la sal de esas pequeñas gotas que caían, contra mi voluntad, sobre los labios. ¿Usted sabe lo que es un atardecer contemplado desde la más brutal de las soledades, Inocencio?

-No, mi amigo, no.

-No se puede describir con palabras. Uno siente que el más grande de todos los pesos se carga sobre ese ser más trascendente que tenemos, pero que no vemos; sobre ese "yo" que otra parte de nosotros advierte desesperado, conculcado, abatido, casi muerto de pena. Una sensación aguda, vaga e indescriptible comienza a sentirse en el estómago, sube hasta la garganta. Entonces la mente turbada descubre que los ojos se están inundando y como no se puede más, uno comienza a llorar. ¿Nunca ha llorado, Inocencio?

-Sí, claro, amigo.

-Uno llora por el dolor y por el tremendo miedo. Miedo a que ese monstruo que nos pisa se quede así para siempre. Sí, recuerdo bien aquel atardecer. Unas estudiantes parisinas, hermosas, pasaron frente a mi ventana lanzando al espacio risas y esperanzas. Mi "yo" roto en mil pedazos y envuelto en lágrimas miraba un mundo lejano. Una de ellas de pronto, sin quererlo, me miró. Al ver mi rostro perdido en la angustia borró su sonrisa de su semblante francés y me regaló una mirada de compasión. ¿Sabe que hizo aquella joven?

-¿Qué?

-Tomó el crucifijo que llevaba colgado, lo besó, encerró el beso en su delicada mano y me lo mandó a través del viento. ¡Ah, los franceses tienen esas cosas! Siguió caminando, pero después de unos pasos, se volvió a mirarme y yo, que no podía ser un desagradecido, le regalé una sonrisa. Entonces comencé a entender que esa tristeza mía no podía durar siempre. Dirá que soy un delirante, pero pensé que aquella joven y aquel gesto no eran una casualidad. Me convencí que Alguien me enviaba un mensaje, un mensaje de esperanza.

-¿Y como resultó todo?

-Siempre en un instante de los atardeceres la creación hace silencio. Por un momento los pájaros dejan de cantar. Se atemorizan, creo. Suponen que el sol se muere y la creación se acaba, pero es sólo un instante, porque enseguida se escuchan los últimos trinos. ¿Sabe qué cosa dicen esos trinos? Pues que habrá un mañana, que la luz retornará y que recomenzará la tarea de vivir. Creo que las aves tienen ese conocimiento instintivo. Nosotros también lo tenemos, sólo que además de instintivo se mezclan en él la razón y la voluntad. Así que roto el silencio del crepúsculo, vencido el temor a la perpetuación del dolor (aunque no el dolor en sí mismo) salí a caminar, a mezclarme con la gente, a buscar miradas y vivencias. Empecé a descubrir que el mundo era maravilloso y que podía existir una vida fantástica para mí.

-¿Y entonces?

-Me fui a Aramis y mientras me tomé un brandy escribí unas palabras que al otro día envié a una remota ciudad: Villa Constitución.

-¿Se lo envió a una muchacha llamada Liliana? Je, je, je, je. ¿Recuerda qué decía?

-Puedo recordar el comienzo: "Querida mía: Estoy harto del infierno, harto de melancolías y pecados. Harto de la falta de luz, cansado por la falta de Dios. Sin embargo, una mirada me ha dicho que hay un cielo para mí, así que he decidido romper las puertas del infierno y escapar. ¿No lo puedo todo en Aquel que me conforta? Que me perdonen mis compañeros de fuego, pero voy hacia vos y hacia El". Fue una Navidad como la que se viene, Inocencio. Le diré algo, amigo: si está en el infierno de la angustia y del error, vuelva, vuelva. La vida es maravillosa. Y si alguien que retorna golpea las puertas de su corazón... pues ábralas de par en par. No se permita no vivir.

Candi II

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