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 domingo, 07 de diciembre de 2003

Editorial
Política y soberbia

A pesar de que los últimos tiempos marcan el renacimiento de una tendencia distinta, a partir del consenso del que goza la gestión del presidente Kirchner, la dirigencia política argentina aún padece los efectos de un profundo desprestigio. Más allá de que la democracia ya es un sistema consolidado en la República, los tropiezos de quienes tuvieron en el pasado la responsabilidad de conducir el país -más los notorios niveles de corrupción que se comprobaron- se tradujeron en aquella histórica y polémica consigna de los cacerolazos del 2001: "Que se vayan todos".

Y no es que desde esta columna se intente descalificar en bloque el pasado, sino sencillamente recordar que el estado caótico en que cayó la Argentina tras la renuncia de Fernando de la Rúa es responsabilidad de muchos y no de uno, y lo que cabe hacer si se pretende un cambio es, en primer término, autocrítica. Sobre todo por parte de quienes ejercieron el poder que les delegó la ciudadanía a través del voto.

Sin embargo, no fue precisamente la humildad la característica que predominó en las palabras que dos hombres fundamentales en el pasado inmediato de la Nación pronunciaron en un programa televisivo emitido por un canal de cable porteño con motivo de los veinte años de democracia en la Argentina. Si se mira hacia atrás, son, fuera de duda, los dos referentes principales, pero ni Carlos Menem ni Raúl Alfonsín parecen haber aprendido de sus errores y en este caso transmitieron una imagen de soberbia que resulta tan cuestionable como peligrosa.

Cuando el radical fue interrogado sobre aquella frase que torció el rumbo político del país y quedó como símbolo de la claudicación ante las presiones golpistas en la Semana Santa de 1987 -"la casa está en orden, felices Pascuas"-, no tuvo mejor idea que decir: "Yo no sé por qué se enojó la gente". Y el riojano, fiel a un estilo egocéntrico, sigue sin admitir la cuota de responsabilidad que sus dos presidencias tuvieron en el dramático crecimiento de los índices de miseria y prefiere buscar culpables entre sus continuadores.

Ninguna de las dos actitudes resulta constructiva. Ambas se erigen, por el contrario, en perfectos modelos de lo que se debe evitar. La Argentina necesita dirigentes que eludan individualismos y licúen ambiciones protagónicas, y que vean en el otro un aliado y no un enemigo. El duro camino de la reconstrucción nacional no podrá ser recorrido si la mirada de quienes conducen queda fija en la engañosa imagen que refleja el espejo.

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