| domingo, 26 de octubre de 2003 | Interiores: Las elecciones cotidianas Jorge Besso El humano es un adicto a las elecciones de la mañana a la noche. Ahí, en la noche onírica, la pasión electiva encuentra su límite, pues cuando se baja la cortina, los botones electivos dejan de funcionar y de nada sirve que los apretemos. Si dormimos plácida y profundamente los botones electivos están desactivados y si soñamos profusamente, o si simplemente soñamos, los botones son perfectamente inútiles. Pero el humano diurno es un elegidor más o menos compulsivo, sobre todo en los espacios que le deja libre el deber y el amor, aunque también es cierto que en el campo del amor y del deber también hace sus elecciones. Claro que a veces sigue las elecciones de los otros, con pesar y sin pesar, porque también en este ítem don humano es más que contradictorio, ya que los ejemplares vivientes y circulantes se reparten en dos grandes grupos: los que prefieren menú fijo y los que prefieren menú libre y variado.
Hay que señalar que estos dos grupos tienen cierta flexibilidad, que muchas veces hay ejemplares que pasan de un grupo al otro, es decir que hay momentos diferentes, épocas o etapas distintas en la vida de un individuo. Pero también están los que permanecen en el mismo lugar, viviendo en el mismo club y que alcanzan a cumplir las bodas de oro con una elección, y a su vez, están los que nunca eligen demasiado, para quienes cualquier elección, en realidad, es "demasiado", con lo que viven sin aniversarios y sin club, o a lo sumo perteneciendo al club de los corazones solitarios como decía aquella canción.
La pertenencia a uno u otro bando es una elección o una sucesión de elecciones, pero es también una lucha interior que de un modo u otro se da, con toda probabilidad, en todo el mundo, de forma que los integrantes de los respectivos equipos se miran con cierto recelo. En un caso envidiando la seguridad de los acompañados y de las acompañadas, pensando que como mínimo siempre habrá un plato de sopa en la mesa. En el otro caso envidiando la libertad de las no acompañadas y de los no acompañados, pensando que si bien por lo general comen solos, cada tanto, han de saborear manjares.
En términos generales entendemos por elegir una operación de nuestra inteligencia, nuestra voluntad y hasta de nuestro deseo, todo lo cual está al servicio de que podamos obrar con libertad. De manera que se trata de una operación psíquica que bien podríamos calificar de excelencia, en la medida que están comprometidos tres de nuestros recursos más fundamentales y, por si esto fuera poco, dirigidos a la mayor de todas las causas, esto es, la de la libertad. Con todo, quizás conviene mirar las cosas más de cerca, y en tal caso nos encontramos que pocas cosas han sufrido tanto aplastamiento como la libertad. Pero lo que todavía es más problemático y más sorprendente es el desgaste que ha sufrido la libertad, fundamentalmente gastada por el esmeril de la realidad, sobre todo de la realidad política que se ha encargado aquí y allá de corroerla de forma tal de conseguir hacer de una paradoja una obra maestra: la libertad se gasta sin usarse.
A lo largo de la historia occidental y cristiana, la libertad innumerables veces ha sido consagrada, pregonada, sentenciada, discurseada, proclamada y demás yerbas de los discursos oficiales y opositores, y al mismo tiempo, negada, pisoteada, postergada y olvidada en los hechos, tanto públicos, como privados. Una de las proclamas más ilustres, en uno de los momentos cumbres en occidente para con la libertad y sus afinidades, es, no cabe duda, con la Revolución Francesa de 1789, cuyo ideario más proclamado y más gastado se resumía en una trilogía célebre y famosa para siempre: libertad, igualdad, fraternidad.
Han pasado 214 años del renacimiento del ciudadano, y de aquella monumental explosión de libertad, y lo que podemos constatar es que no somos ni libres, ni iguales, ni fraternos. Que estemos en deuda con esos ideales no quiere decir que hayan sido superados. Por el contrario están, o acaso deberían estar, más vigentes que nunca pues, otro esmeril, el esmeril económico, el dinero como hipervalor, los ha desgastado de tal forma, que ya no pesan.
Los hombres de peso, hoy por hoy, no son los hombres en los que pesa la libertad, la igualdad y la fraternidad. Todo lo contrario, el hombre contemporáneo ha caído en una redundancia: pesa quien tiene pesos. Fundamentalmente quien tiene pesos para comprar la libertad del otro, lo que se ha transformado en una adicción de los señores del poder. Pero la libertad, en el fondo, no se compra. Y si se compra es una mala compra disponer de las cosas y del destino del otro, pues más tarde o más temprano vienen los estallidos de libertad.
El problema es el paso siguiente a los estallidos, pues se ha vuelto muy corriente una suerte de vicio que consiste en cambiar para no cambiar, tanto a nivel colectivo, como individualmente, ya que por lo general los cambios prometidos son para no ser cumplidos, lo que no extraña, pues suele ser el destino de las promesas. De lo que se trata no es tanto de aprender a elegir, sino más bien de aprender a decidir. Sin duda que elegir y decidir tienen puntos en común, pero visto bien de cerca son operaciones psíquicas diferentes.
Muchas elecciones están cargadas de determinaciones de las que somos poco o nada conscientes. Decidir siempre implica un esfuerzo, pues en la decisión siempre hay algún desprendimiento y un esfuerzo de reflexión sobre lo que nos determina. Por eso, a lo largo de una vida, hay muchas más elecciones que decisiones, pues mientras elegir es un gesto, decidir es un acto. enviar nota por e-mail | | |