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 domingo, 26 de octubre de 2003

[Memoria]
Letra y fuego latinoamericano
Narrativa. "Entre la pluma y el fusil (Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina)". Claudia Gilman, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2003, 430 páginas

Gilda Di Crosta

El libro de Claudia Gilman revisa los debates y dilemas que se suscitaron en torno a la problemática relación entre política y literatura en América Latina, en un pasado próximo, aún recordable y a la vez concluido, comprendido entre la Revolución cubana (1959) y el derrocamiento de Salvador Allende en Chile (1973). En ese período se sucedieron diversos hechos (la revolución cubana, la guerra de Vietnam, el Mayo Francés, la descolonización africana) que se percibieron como índices de un proceso de transformación radical y señalaron, para los intelectuales de entonces, el deber de desempeñar un rol protagónico en el advenimiento de una nueva sociedad.

Esa "época" (definida como "el campo de posibilidades de existencia de un sistema de creencias, de circulación de discursos y de intervenciones") centró su universo discursivo en la palabra revolución y sus compuestos: la realidad de la revolución, la revolución social, la literatura revolucionaria, los escritores revolucionarios, la función de la revolución, la política revolucionaria. Pero el concepto de revolución se singularizó en la Revolución Cubana, que a modo de "epicentro de discursos y autorizador de discursos" conformó un mapa de nombres propios que circulaban en un movimiento de inclusión y exclusión permanentemente variable.

En un principio, el mapa de nombres propios de escritores (Benedetti, Cortázar, García Márquez, Fernández Retamar, Angel Rama, Rodríguez Monegal, Severo Sarduy, Vargas Llosa, Nicolás Guillén, Enrique Lihn, Pablo Neruda, entre otros) se constituyó como tal en un espacio característico del período: las revistas -con su atributo valorativo de "político-culturales"-. Las revistas (las más importantes como Marcha, Casa de las Américas o Siempre!, u otras que participaron del debate en diferentes momentos, como Mundo Nuevo, La rosa blindada o Libre) fueron el espacio donde los escritores canalizaron la necesidad de "conocerse y reconocerse", y además, desempeñaron otra función esencial, la de "comunicarse con un público más vasto".

Dicho mapa, a su vez, se trazó en un lugar de pertenencia geopolítica: Latinoamérica. Lugar que excedía las fronteras nacionales y geográficas en tanto agrupaba a los intelectuales como "portavoces de una conciencia humanista y universal" al bregar por "la liberación de sus pueblos". Los sucesivos encuentros y congresos (en Chile, Génova, México, Cuba) tuvieron el propósito de formar una "comunidad latinoamericana de escritores", pero sólo de aquellos que se denominaron intelectuales.

La cita de Edgar Morin con la cual Gilman ejemplifica la conversión del escritor en intelectual, es categórica: "El escritor que escribe una novela es un escritor, pero si habla de la tortura en Argelia, es un intelectual". El fundamento de dicha conversión fue la noción de compromiso formulada por Sartre porque "acercó las aspiraciones políticas de los intelectuales con sus preocupaciones profesionales". La palabra compromiso reunía las figuras del escritor, el crítico y el militante y daba la justa valoración a una nueva literatura latinoamericana.

La cuestion ideologica

La tensión entre compromiso de la obra y compromiso del escritor no logró mantener un equilibrio. El compromiso del escritor fue "el parámetro con el que se midió la legitimidad político-ideológica de su práctica poética". En 1966, momento en que se intensificó el debate sobre la función del intelectual, Gilman señala otro cambio en su figura. El reclamo del compromiso con la revolución ya no se orientó al arte sino al hombre, es decir, se exigió a los escritores una participación más directa en la acción y no solamente a través de las palabras. En ese momento, se valoró más "la eficacia del trabajo no intelectual (los revolucionarios puros y las masas) en la construcción de una nueva sociedad" y se despreció la utilidad de la práctica intelectual. Esta "asimetría valorativa" dio lugar a una nueva mutación concebida por los mismos intelectuales, convirtiéndose en antiintelectualistas.

La tendencia antiintelectualista produjo una división de la comunidad intelectual en dos grupos, que coincidió con la división ya establecida por el mercado: los escritores "consagrados" y los "no-consagrados". Los "consagrados" intentaron defender políticamente su autonomía profesional en la revista Libre y no aceptaron subordinarse a los requerimientos de la dirigencia de la revolución cubana.

En correspondencia con esta fractura en la comunidad intelectual, Gilman señala un desplazamiento valorativo de los géneros literarios. La producción novelística desde Carpentier hasta García Márquez, celebrada en los comienzos, dejó de tener un lugar privilegiado en la consideración de los antiintelectuales. Hacia 1970, este grupo cultivó nuevos géneros literarios como el testimonio, la poesía política, la canción de protesta, que estaban más acordes con los nuevos requisitos "revolucionarios".

Casi al finalizar el libro, Gilman concluye: "Como en todo fracaso, parte de sus motivos residen en lo demasiado ambicioso del programa. Una literatura revolucionaria requería la acumulación de virtudes difícilmente gestionables (...); producción de conciencia política, excelencia acorde con la excelencia que el poder político supone como modelo". La afirmación del fracaso de una "literatura revolucionaria" o de una "literatura de la política" presupone no sólo un éxito posible sino, antes, el hecho de la existencia de tales objetos. Hay una petición de principio. La "literatura de la política" exige a la literatura desde la política, es decir, demanda a la literatura por lo político. En este -y sólo en este- sentido, si hay relación entre literatura y política es gracias a la intervención de otra cuestión -exterior a ambas-: la ideología. Entonces, la "literatura de la política" reduce la literatura a una simple expresión ideológica, en el caso particular del período analizado, a una mera manifestación del poder político: la revolución cubana. De ser así, la "literatura de la política" reduce a la literatura a una simple función instrumental: comunicar determinada ideología. Desde esta perspectiva, no hubo tal fracaso. La canción de protesta, la poesía política, la novela testimonial producidas en esa época fueron la "literatura de la política".

A modo de lección sociológica, en "Palabras finales: ¿un proyecto incumplido?", Gilman retoma las palabras de Bourdieu: "Sólo aumentando la autonomía característica de los intelectuales, estos pueden hacer aumentar la eficacia de la acción política". Estas poseen un tono más pacificador que lo declarado por Jean Genet a la revista Libre: "Yo estoy en contra de cualquier gobierno", que expone, quizás de un modo violento -posiblemente el único- el ser del escritor y, por ende, el de la literatura: desviada siempre de servir a cualquier dominación.



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