 | martes, 14 de octubre de 2003 | Reflexiones Transversalidad y hegemonismo Juan José Giani En los últimos años las ciencias sociales han invertido cuantiosos esfuerzos para dilucidar el siguiente interrogante: ¿a qué exactamente nos referimos cuando decimos algo?, ¿es la relación entre la materialidad de un signo lingüístico y un determinado objeto unívoca y estable? En el mundo clásico parecía evidente que lo real precedía al acto de conceptualización y que el pensamiento humano funcionaba apenas como el territorio cognitivo en el cual palabra y cosa establecían un inconmovible maridaje expresivo.
La filosofía contemporánea recela mayoritariamente de aquellas doctrinas. Ya Guillermo de Occam había advertido acerca de que el vínculo entre un nombre de pretendido alcance universal y un ente individual no era transparente sino borroso y contingente; y algunos siglos más tarde Ferdinand de Saussure aseveró que un signo lingüístico solo adquiere inteligibilidad plena en un sistema de relaciones diferenciales que lo intersecta y contiene. Estas ideas, claro, llevan a sostener la radical historicidad de los significados y a presuponer que el ejercicio de la comunicación se desarrolla en base a un implícito pacto de habla. O, para decirlo más sencillo, sólo es posible administrar la circulación fluida de la palabra si cada interlocutor (y quienes le dispensan en cada momento atención) sabe qué uso se dispone a darle a los diferentes términos.
Para el lector no habituado a los rigores de la filosofía, estas controversias les resultarán tal vez intrincadas y fatigosas. Todos sabemos qué es un "árbol" cuando decimos "árbol", y todos sabemos qué es un "alumno" cuando decimos "alumno". Al respecto dos acotaciones. 1) Sabemos que es "alumno" porque coexiste con un término relacional denominado "profesor". 2) Es cierto que las comunidades, a riesgo de desembocar en un comportamiento psicótico, van naturalizando un conjunto perdurable y operativo de significaciones. Si concurro a la verdulería y solicito tomates, Don Carlitos instantáneamente comprende mis requerimientos.
Sin embargo, el asunto aún alberga perplejidades. La siempre ajetreada realidad política argentina inaugura palabras que, amparadas en las prerrogativas que brinda la imprecisión, al pretender organizar el presente en definitiva lo oscurecen. Néstor Kirchner, al calor de sus más recientes éxitos electorales y sus pujantes primeros días como presidente de la Nación, ha viabilizado la disponibilidad pública de dos conceptos que parecen destinados a protagonizar el debate político-intelectual durante los próximos meses: transversalidad y hegemonismo.
Veamos el sentido que se ha ido progresivamente sedimentando respecto de los mismos. Transversalidad vendría a significar que ciertos valores y emprendimientos gubernamentales merecen ser compartidos por un conjunto de identidades partidarias no reductibles al Partido Justicialista. Hegemonismo en principio describe un estado virtual de sofocamiento que atentaría contra la consolidación y desarrollo de un espacio opositor a partir de una mayoría electoral tan transitoria como granítica y aplastante.
Ahora bien, auspiciar transversalidad suscita entonces simpatías porque remite a amplitud y generosidad de convocatoria; y hegemonismo provoca alerta rojo porque anticipa arbitrariedades y manipulación de las instituciones. Es más, parece suponerse que, despejado el cotillón discursivo, la transversalidad es apenas un atajo hacia el hegemonismo o, puesto de otra manera, oxigenar astutamente una diferencia para subsumirla en una totalidad que dictamina las condiciones. El peronismo difumina a sus contrincantes reduciéndolos a acompañante subordinado.
El impacto de la gestión Kirchner ya deja ver notorias secuelas en el sistema político argentino. La derecha la repudia pues procura esmerilar las zonceras que supo blandir el Consenso de Washington (y las excrecencias ético-institucionales que en Argentina llevó adheridas). La izquierda permanece encorsetada en una rigidez ideológica que le obtura la captación de los matices; y la centroizquierda navega en la incomodidad. Simpatiza con alguna de sus iniciativas pero desconfía severamente de muchos de sus conversos adherentes. Entrevé en la transversalidad una simulada artimaña de cooptación. Aprisionados contrapesos progresistas frente al acoso latente de un pejotismo tan lábil en las convicciones como imprescindible para las votaciones.
Cabe precisar entonces el sentido que convendría darles a las palabras. La Argentina no reclama ni resiste hegemonismos, pero necesita sí autorizar hegemonía, esto es la capacidad de un actor histórico particular para interpretar, aglutinar y vertebrar los intereses dispersos y desencontrados de una totalidad social sin rumbo venturoso. En esta dirección, la transversalidad no debe imaginarse como engañifa coyuntural que disimula autoritarismos en puerta, sino como el impostergable punto de condensación de una serie de acuerdos mínimos (pero trascendentes) que doten de vitalidad y perspectiva a una nación que aún se precia de tal. El comportamiento inercial que sobreactúa una identidad opositora y los maquillajes electorales disfrazados de perspectiva estratégica son el pernicioso contraluz del dispositivo hegemónico que es dable consentir: liderazgos de base popular, con nítidas convicciones y mecanismos republicanos de control.
Con la derecha vernácula persistirán sin duda las confrontaciones. La generosa circulación de la palabra colisiona a veces con la contundencia de los resultados. Ella fue parte de una construcción hegemónica que resultó a la postre funesta para el país. Carlos Menem fue el hábil arquitecto de una oferta ideológico-programática que cosechó mayorías vigorosas y prohijó desgracias duraderas.
Con la izquierda esencialista la incomunicación entorpece el vínculo hegemónico. No parece viable el consenso con quienes creen haberse apropiado de una imperturbable clave científica que pontifica sobre el curso de los tiempos.
El gobierno de Néstor Kirchner exhibe inesperadas luces que invitan a apuntalarlo y cohabita con esperables sombras que requieren controlarlo pero con letra fina. Un proyecto hegemónico de Nación (pero de contenido adecuado), esto es sostenido en la calidad institucional, la igualitaria distribución de la riqueza y la autodeterminación nacional, sólo podrá provenir de una esmerada y consistente simbiosis entre lo mejor del peronismo y la izquierda responsable. Los primeros días del presidente Kirchner despiertan esperanzas pero no garantizan perseverancias. La actual fragmentación y diletancia de la centroizquierda contribuirá sin duda a alentar el hegemonismo que declama combatir. enviar nota por e-mail | | |