| domingo, 12 de octubre de 2003 | Interiores: Envidia Jorge Besso En el hablar cotidiano la envidia no tiene buena prensa, más bien es un sentimiento con nada de prestigio, con mucha frecuencia asociado a lo femenino, pero que, en rigor, nadie está exento de, mal que le pese, encontrarse conjugando un verbo muy molesto. También es cierto que la envidia constituye un fenómeno tan patológico como normal. Patológico en la medida que no impresiona como muy sano sentir pesar, malestar y tristeza por el bien ajeno. Normal, por ser estadísticamente muy frecuentes, como la caries, e igualmente patológicas. También, al igual que la caries, la envidia puede ser muy dolorosa, y siguiendo esta comparación con lo biológico, no se puede menos que pasar por el colesterol, pues como la envidia hay dos, uno bueno y uno malo.
Con respecto a la envidia se habla de la común, la que hace masticar amargura y que vendría a ser la enferma, es decir la mala. Por otro lado estaría la llamada envidia sana. No se sabe muy bien en qué consiste, porque en tanto envidia, se trata de un sentimiento que, como mínimo, alcanza el estatus o el rango de malestar ante un logro, o una tenencia del otro. Se trataría, por lo que parece, de un "malestar sano", lo que constituye un oxímoron difícil de entender, aplicando una vez más, con respecto a los humanos, esta figura de la retórica que consiste en combinar los opuestos, como se hace cuando se dice, por ejemplo "un frío que quema", o "los sonidos del silencio". Es decir que tal vez, finalmente, haya que aceptar la división colesterólica de la envidia, porque no sólo puede contribuir a la mejor comprensión de los humanos, sino porque también viene al pelo para confirmar la dualidad estructural de los susodichos que circulan por el planeta como unos divididos multiformes, y para colmo protagonizando todo tipo de divisiones.
Porque el humano, desde tiempos inmemoriales, se ha tomado muy en serio aquello de dividir para reinar, con lo que divide todo lo que pueda dividir para poder reinar, en lo que más no sea un pequeño pedacito de algo. Un pequeño reino, no deja de ser un reino, y el que reina tiene la ilusión de estar más allá de la envidia, a salvo de ese sentimiento carcomedor que trabaja tan desde el interior y que va impregnando y, en cierta forma coloreando, al propio ser. Es que la envidia, si progresa en su trabajo y en esa impregnación del ser, de a poco va virando hacia el resentimiento, y por lo tanto convirtiendo al sujeto, precisamente, en un resentido.
Es este un especímen bastante frecuente, una suerte de bicho psicosociológico, a quien el mal del otro le reporta un bien. Claro está que este traje le cabe, no sólo al envidioso crónico, a quien desde luego le calza perfecto, sino a lo que dé envidia. Aunque haya, tal vez, muchos ejemplos, tanto de tías como de tíos en los que a lo largo y a lo ancho de su vida no se les despierta el amargor de la envidia. A fuerza de consustanciarse con la creencia de que siempre tienen todo, verdaderos seres complacientes y complacidos, más o menos atrapados en la telaraña del aburrimiento, incontaminados a partir de una posición en la que están adentro de nada y afuera de todo.
En suma, que el humano se parece bastante a su colesterol, con muchos vaivenes, entre el bueno y el malo. A veces dejándose llevar por su deseo, otras dejándose arrastrar por su envidia. Pero con una gran diferencia, la prácticamente inexistencia de medicamentos o dietas que curen o prevengan de la insidiosa envidia mala. Esa gran diferencia, es la que hace, en definitiva, a la diferencia entre lo biológico y lo sociocultural, a partir del enorme peso y el enorme desorden que imponen la sociedad y la cultura sobre lo biológico.
La cuestión es que la envidia también alberga en la condición humana, y no en un lugar sin importancia, puesto que es vecina al deseo, cosa visible hasta para la Real Academia. Al igual que el deseo la envidia se dirige a lo que falta y desata la inquietud del ser, con la diferencia que dicha inquietud en el caso del deseo, es lo que motoriza al sujeto, lo que lo saca de su burbuja narcisística, con efectos y resultados diversos, uno de los cuales, y no el menos importante, es que, en principio quien desea no envidia, lo que suele transformar en cierto lo contrario: quien envidia no desea. Así las cosas, hemos de pensar que apenas por debajo de la envidia sana, con toda probabilidad habite la verdadera envidia y conviene estar atentos al respecto, porque la envidia suele ser el alimento fundamental de una de las pasiones humanas con más ejemplares: la queja.
Los quejones y lo que los españoles llaman quejicas, que vendrían a ser quejones ligth, conforman todos juntos la procesión de los quejantes, verdadera caravana que no sale de caravana, sino de lamento, cómodamente instalados en el supuesto de que siempre el otro, está mejor: con más amor, con más dinero y sin dolor. Es que en el fondo el envidioso es un cómodo, alguien más instalado en su ser que involucrado en las batallas cotidianas, contemplando lo que tienen los otros, y confundiendo todo lo que reluce con oro.
Es que en el humano no todo lo que reluce es oro, al igual que en la sociedad, más aún en una en la que el dinero reina de tal forma que hasta reluce más que el oro. Un tiempo y una sociedad que ha consagrado el dicho: "El que tiene plata hace lo que quiere". La frase a veces está dicha por quien la tiene, y otras, por quien la envidia. En cualquier caso se trata de una ignorancia, pues no hay plata que suprima las divisiones y dualidades de la condición humana, de forma tal que nada le garantiza a alguien que tenga la plata de varios quinis, no soñar por la noche con su propia muerte.
[email protected] enviar nota por e-mail | | |