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 jueves, 25 de septiembre de 2003

Escenario
La excitación de ganar un premio

Ricardo Luque / La Capital

Ganar un premio siempre es estimulante. Hasta un Martín Fierro que, como todo el mundo sabe, es un premio cuestionado. Igual, subir al escenario, recibir la estatuilla y agradecer a Dios y María Santísima los cinco minutos de fama que, con curiosa generosidad, prodiga Aptra a la gente de la radio y la televisión es una experiencia excitante. Pero no tanto como los festejos que suelen seguir a la ceremonia de entrega de premios. Porque, y esto hay que admitirlo, no hay nada mejor que las fiestas después de las fiestas y más si se dan entre mortales que, bajo los efectos narcóticos de la exposición mediática, se sienten dioses. Lo curioso es que hay quienes a los que ni siquiera la alegría de sentirse "un ganador" les alcanza para sacudirse la modorra. Y ahí está la embajada rosarina que viajó a Mar del Plata para la fiesta de Aptra para probarlo. Hay que decirlo: los galancetes que se ufanan de ser los machos más machos de la radio y la televisión rosarina no son más que ídolos con pies de barro. Al aire son unos piolas bárbaros, pero a la hora de la verdad hacen agua como el Titanic. Se entiende que Gustavo Lorenzatti, el rey de la noche disco de los 70 de Silent, no tuviera ánimos de carnaval carioca. Había sido derrotado. O que Marcelo Nocetti, que perdió el paladar por la buena vida de tanto tomar el vino en damajuana que se sirve en las peñas, dudara de ir a bailar a Sobremonte. Pero que Roberto Caferra, el paladín del Bob Galan Club, se deprimiera porque perdió unos pesos en el casino y a la hora de invitar el champagne pusiera cara de desentendido es inaceptable. Peor fue lo de Andrés Abiad, el Isidorito Cañones de la Generación X, que después de la segunda cerveza se refugió en un rincón a relatar, con las manos ahuecadas sobre los labios, los goles emblemáticos del club de sus amores. A su lado Leo Ricciardino, con la corbata torcida, tarareaba un tango triste, solitario y final, y sollozaba entre dientes porque extrañaba a su amada. Susana Rueda, que se había vestido para matar, no lo podía creer. Y ni hablar de Verónica Siascia, que se quedó con las ganas de revivir la gloria de sus viejos y buenos tiempos de colegiala. Un fiasco.

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