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 lunes, 15 de septiembre de 2003

Horizonte de esperanza

Seguramente cada uno de nosotros tiene su propia representación sobre qué significa un maestro. Representación que tiene su origen en nuestra infancia, derivada directamente de las vivencias escolares. De estas últimas, no sólo podemos rescatar a nuestros maestros, a los que desde nuestra perspectiva psicológica veíamos todopoderosos, casi tan grandes como nos parecía el patio de la escuela, sino también a aquella figura mítica que irrumpía en los actos escolares cada 11 de septiembre: Domingo Faustino Sarmiento. A Sarmiento lo asociamos con civilización o barbarie, porque fue la antinomia que orientó su rumbo, siendo la educación el único instrumento que reconoció como válido para resolverla a favor del progreso del hombre. En la actualidad y a más de un siglo de la muerte de Sarmiento, la antinomia civilización o barbarie parece instalada nuevamente en nuestra sociedad. ¿No es acaso un retroceso hacia la barbarie el debilitamiento de los vínculos sociales basados en el respeto por la vida, la paz, el bien común, y la verdad? ¿Cómo llamar si no al proceso por el cual cada vez se hace más profunda la brecha entre incluidos y excluidos? ¿No son hitos, éstos, que marcan un retroceso en las conquistas alcanzadas culturalmente por nuestro pueblo? Hoy, al igual que como lo pensó Sarmiento, la educación también parece avizorarse como uno de los pilares fundamentales para el cambio y, en este contexto, se vuelve la mirada hacia la tarea del maestro como posibilitadora de tal transformación. Escuela, maestro y educación conformarían, en el presente, un horizonte de esperanza. Maestro que será motor de alternativas y transformaciones porque enseña, contiene y sostiene a pesar de las injusticias a las que el sistema lo somete. Maestro, que entiende, acompaña y ayuda aunque se sienta en soledad, peleando contra tempestades. Maestro, que encuentra su mayor reconocimiento en su grupo de alumnos porque el discurso social, la mayoría de las veces, lo ha depotenciado. Maestro, que conoce personalmente el sabor amargo de las postergaciones, y sin embargo, enseña a sus alumnos el significado de la palabra dignidad. Maestro, que sabe que un acto muchas veces enseña más que una palabra, por eso lucha en cada marcha docente por sus derechos, porque cree en la educación pública, y siente que la igualdad de oportunidades no es un sueño marchito de otros tiempos. Maestro, que enseña sobre la esperanza, la justicia y la solidaridad desde sus actitudes y deja crecer a sus alumnos en valores en un marco de libertad responsable. Por todo esto y un gran etcétera, hoy se puede pensar en la educación y en el maestro como vehículos del cambio. Y esta concepción no se origina desde un pensamiento ingenuo o acrítico, por el contrario, aunque se es consciente de los profundos y diversos condicionantes que atraviesan la práctica educativa, en particular, y el sistema educativo, en general. Este posicionamiento se fundamenta en una convicción, de la cual la realidad es testigo silencioso. Una inmensa mayoría de maestros reelige cada día, por vocación, seguir enseñando, con compromiso y amor, más allá de las dificultades.

Profesoras Silvia Carnero

y Margarita Veiga



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