| domingo, 24 de agosto de 2003 | Personajes & Destinos: entre la gloria y el fracaso Hoy escribe Andrés Abramowsky (*) A veces un paso es la diferencia entre la gloria y el fracaso. Un solo paso puede ser la distancia entre la vida y la muerte; o entre la vida y otra vida. Ahí estaba yo. Cuatro metros por debajo de mis pies pasaba uno de los tantos anónimos arroyos de montaña de Córdoba, de esos cuyos nombres sólo conocen los lugareños y ni figuran en los planos de turismo. Pasaba, un tanto veloz, con bastante agua, y escondiendo a su paso piedras, rocas y ollas. Precisamente, las ollas habían sido algo muy especial en este viaje tan especial por el valle de Traslasierra: en alguna medida, junto con el metegol, esos famosos huecos en los que muchos juegan a ser clavadistas habían sido durante casi dos semanas uno de mis anclajes con el niño que siempre -en la medida de mis posibilidades- llevaré adentro.
Ahí estaba yo, mientras otros niños, de todas las formas y tamaños, saltaban a mi lado como si la ley de gravedad no tuviera relación alguna con el miedo; como si no hubiera ninguna frontera que cruzar en este mundo. No era esta, la de un pintoresco balneario de Nono, la primera olla ante la que me plantaba con mis cien kilos (último día de vacaciones, se entiende) dispuesto a convertirme en un avioncito de papel. Era la última. Pero era la más alta, entre 3 y 4 metros de altura. Sabía que abajo era profundo, sabía adónde tenía que apuntar, sabía cómo caer. Ni tenía que saltar. Era una cuestión de dar un solo paso. Nada menos.
En rigor, no era más que otro paso. Había sido un paso grande decirle a la flaca que ese verano nos íbamos a Córdoba, precisamente a Mina Clavero, con los chicos. Quería conocer ese valle, quién sabe por qué. Por primera vez, pude agarrar un auto para irme de vacaciones. Los cuatro bolsos entraron a presión en el baúl, con la consigna de dejarle lugar a la guitarra. Eran las 6 de la mañana y Alejandra ya me estaba dando el primer mate en la ruta 9, mientras sonaba el irlandés Bob Geldof y los Vegetarianos del Amor en el estéreo. A las 9 desayunamos en Villa María y a las 11.30 alguien apuró los sandwiches de miga. Felices vacaciones.
A mí me tocaba algo así como el rol de padre de familia, un debut un tanto extraño para el niño que siempre -mientras me dejen- llevaré adentro, ya que lo convencional suele ser que el debut sea, primero, en el plano biológico. Pero, ya saben, un paso puede ser la diferencia entre la soltería y algo así como tener dos hijos adolescentes (adolescencia: período de la vida que va de los 9 a los 35 años).
Mi primera misión como padre de familia la sorteé con solvencia en la maravillosa ruta que atraviesa las llamadas altas cumbres, mientras mi mujer, una madre de verdad, no paraba de gritar asustada por las pendientes. Y los chicos -Lucía (16), Tomás (11 entonces) y yo- no parábamos de reír, sobre todo cuando en medio de una seguidilla de 200 curvas aparece un cartel muy artesanal con la leyenda: "Tranquilo, a 200 metros, alfajores".
Felices vacaciones. No habíamos llegado y ya habíamos visto lo más lindo, desde el techo de Córdoba, casi habíamos aniquilado un rollo de fotos y poco faltaba para que atacáramos el primer cabrito. La cabaña que habíamos alquilado desde Rosario era de ensueño, porque además tenía cable. En efecto: nada le faltaría a esas vacaciones en las que podíamos pelear con Tomás porque todo el día quería ver el canal de cartún nekwor y el de los animales; podíamos pelear con Lucía porque estaba todo el tiempo poniendo videos de Los Piojos y Bersuit en todos los canales musicales que encontraba.
Eso sí, cuando un pater familis "pone Independiente", se mira fútbol o se conversa. Sobre todo si papá estuvo dos horas para hacer el asado. Y un par de veces logramos ver con la flaca alguna película, aunque la mejor que vimos (yo por segunda vez, Alejandra y Lucía por cuarta vez, y Tomás por septuagésima quinta vez) fue X-Men porque nos gustó a los cuatro.
Cabalgatas, vino patero, ferias de artesanos, maquinitas, playa, ríos, sol, asados, arroyos. Y ollas. Un minuto llevo contemplando el vacío líquido, me tiemblan las piernas, mi pulso se acelera. Y no sé por qué, ya que en dos segundos estaré en el agua, orgulloso de mi valor. Y con muchas cosas para contar.
Desde el agua, la temible altura de la que acabo de lanzarme no es tan impresionante. Era cuestión de dar un paso hacia adelante, caer dignamente, salir del agua y seguir caminando.
(*)Periodista y músico enviar nota por e-mail | | Fotos | | Los diques de las sierras cordobesas. | | |