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 domingo, 29 de junio de 2003

Personajes & Destinos
California entre rock y carcajadas sin sentido

Pablo Procopio / La Capital

Estoy convencido de que para sobrellevar mejor el rumbo de la vida hay que reparar en las cuestiones positivas que a todos (quien más, quien menos) nos enmarcan. Que mi viejo tenga una agencia de viajes es para mí una de aquellas cosas que me tocaron en suerte. Y que gran parte de mi familia (de ambos extremos), incluso mis abuelos paternos, haya vivido desde siempre en el exterior, también es (aunque sólo a medias) una arista copada.

Tuve la suerte de viajar desde chico y, por ende, pude visitar algunos sitios de Estados Unidos. Por esos años (época infame para la Argentina y con el dólar por el piso), ya había subido a las Twin Towers del negro 11 S y paseado por la jungla artificial de Disney World, pero había logrado poco contacto con los yankees nativos (y su forma de vida), salvo a través de las relaciones familiares.

Mi primo Walter de Hemet, California, (a quien no veo hace años) era un típico adolescente pistola (con cierta onda a Starkey y Hutch). Una noche me llevó con mi hermano a recorrer la movida del pueblo (a unas 2 horas de Los Angeles). Qué loco. El flaco pisó el acelerador a fondo; era la primera vez que sentía el vértigo de la máxima velocidad. Y no sólo eso: la música del auto estaba al palo. Mi primo había empotrado los parlantes que él mismo armó en busca de potencia extrema.

Fuimos a un pool. Yo me sentía como si estuviera adentro de un capítulo de Las calles de San Francisco, pero percibía que todos me miraban como a un pendejo desorientado (lo era), sin embargo estaba flasheado: Rock'n roll, ruido y meseras en minifalda que mostraban las piernas.

Pensándolo bien, en realidad, no podía asegurar que quienes estaban en el bar eran tan piolas y ganadores como parecían: muchachos despreocupados que se las sabían todas, que laburaban después del High School (cuestión impensada a esa edad y por aquellos tiempos para mí en Argentina).

Comprobé en el mismo viaje que los yankees de clase media demuestran ser, en general, bastante estúpidos en cuanto a sus comportamientos y actitudes; consumistas irreflexivos. Al menos eso me pareció cuando me llevaron al cine a ver Popeye. La sala del pueblo californiano estaba repleta y los espectadores (parejas, familias, grandes, chicos) comían pop corn mientras, por sobre todo, hablaban a los gritos. Se rieron a carcajadas durante toda la película al tiempo que ovacionaban hasta la escena más inocua. No podía creer que ciertas cosas les causara gracia.

Otra vez ese paisaje podía encajar perfectamente en un film de factoría estadounidense: Tonto y retonto, pero aún no se había estrenado.

(*) Periodista

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En San Francisco todavía funcionan los tranvías.

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