Año CXXXVI
 Nº 49.872
Rosario,
sábado  14 de
junio de 2003
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Editorial
Pobreza: aún falta demasiado

La decisión del gobierno de divulgar los resultados de un estudio oficial que revela el importante descenso en el país del número de pobres e indigentes expone, acaso, tanto una realidad concreta como una necesidad política.
De acuerdo con las cifras difundidas por el Ministerio de Economía -una de cuyas dependencias fue la encargada de realizar el trabajo- un millón ochocientos mil personas han logrado salir de la pobreza entre septiembre del año pasado y mayo de este año en la Argentina.
Los guarismos impactan, pero su real significación debe medirse en términos porcentuales. Y entonces, al descubrir -o recordar- que en septiembre de 2002 había dieciocho millones ochocientos cuarenta mil argentinos bajo la línea de pobreza se percibe con nitidez la magnitud del drama causado por el hundimiento de un modelo económico cuyos éxitos iniciales se trocaron, a partir de su injustificable continuidad, en suicidio colectivo.
No caben dudas de que la implementación de los subsidios estatales y el lento ascenso, tras la debacle devaluatoria, de la cuesta de la recesión han impactado favorablemente y constituyen las razones principales del descenso del flagelo. Sin embargo, y tal cual los números lo exponen crudamente, la parte más gruesa del trabajo está todavía por hacerse.
En tal sentido debe hacerse hincapié en un aspecto clave, que va más allá de lo técnico y lo económico e incluso desborda la esfera de lo político para ingresar en el dificultoso terreno de la ética. Por ingrato que resulte, nadie debería ignorar que el vertiginoso ascenso de la miseria nacional se relacionó con el simultáneo crecimiento en la sociedad de la indiferencia y el individualismo.
Por fortuna, parte del aprendizaje parece haber sido realizada. Si se lo analiza con objetividad, ya el voto masivo a la Alianza señalaba que la proa del barco había puesto rumbo a un modelo donde la equidad no resultaba un valor prescindible. Las expectativas se frustraron y en ese caso la responsabilidad les pertenece a las dirigencias.
En el presente el mensaje es claro: la gran mayoría de la ciudadanía rechaza la implacabilidad del pasado y quienes gobiernan no aparentan sufrir la sordera de sus predecesores. Pero corresponde insistir en que los mínimos logros conseguidos no justifican entusiasmo alguno.


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