| | Análisis: Duhalde lo hizo
| Mauricio Maronna / La Capital
"Tengo que hablarles con la verdad: la Argentina está fundida, la Argentina está quebrada", dijo Eduardo Duhalde en su discurso de asunción ante la Asamblea Legislativa. El país ardía, la anarquía se asomaba detrás de cada calle y el Sillón de Rivadavia era una silla eléctrica. Horas antes de ser designado jefe del Estado, el bonaerense, en bermudas y ojotas, esperaba el primer timbrazo en su domicilio de Lomas de Zamora para que, desde Raúl Alfonsín hasta Aníbal Ibarra, le implorasen que acepte montar ese caballo salvaje en el que se había convertido la Argentina. Era la última oportunidad para salvar al régimen. Duhalde, antes de dar el sí, recurrió una vez más a su vieja obsesión: las encuestas. Su nombre naufragaba en el descrédito, su índice de imagen negativa parecía irremontable como el de todos los representantes de la vieja política. Solamente Carlos Reutemann, Elisa Carrió y Luis Zamora zafaban del aplazo popular. Marcó entonces el prefijo 0342 y le preguntó al Lole si estaba dispuesto a apoyarlo: "Dale para adelante", fue la respuesta del santafesino, quien en ese entonces declaraba que "sólo llegaría al poder con los votos del pueblo". Duhalde comprendió, sin embargo, que ninguno de los caciques peronistas no bonaerenses estaba dispuesto a inmolarse por un dirigente que les causaba desconfianza ciega. Así fue que, rodeado de un gabinete de su propio riñón, el flamante presidente decidió jugar su futuro a todo o nada. La Capital fue testigo privilegiado en la Secretaría de Hacienda de la primera visita de la delegación del Fondo Monetario Internacional (FMI). Después de varias horas de reunión con los enviados, el entonces titular del área, Oscar Lamberto, lucía como un estudiante extenuado tras haber superado el examen más difícil de su vida. "Preguntaron hasta los porqués de la cantidad de empleados públicos en Formosa. Cuando encontraban una fisura se miraban como diciendo «acá hay que ajustar»", le confesó el hoy senador por Santa Fe a este diario, con su camisa arremangada y una veintena de carpetas abiertas. Afuera, Buenos Aires seguía ardiendo y batiendo récords de movilizaciones, actos de protesta, escraches y repudios a bancos, políticos, jueces y empresarios. Con la devaluación, Jorge Remes Lenicov había destapado el corcho de una botella que amenazaba con explotar como una Molotov. La inflación, el dólar y el corralito volvían a condenar a Duhalde a una soledad pasmosa. Los gobernadores se alejaban y él evitaba terminar como Adolfo Rodríguez Saá convocando a Olivos al economista del Polo Social Daniel Carbonetto. "O me apoyan o nos convertimos en Cuba", parecía ser el mensaje. Fue ahí que, unidos por el espanto, los gobernadores dieron asistencia perfecta a un encuentro en la quinta de Olivos y le entregaron a Duhalde un petitorio de 14 puntos, redactado por el salteño Juan Carlos Romero. No romper amarras con el FMI ni con el resto de los organismos multilaterales de crédito era la condición que ponían los caciques peronistas de las provincias para no eyectarlo de la Casa Rosada. El fantasma Carbonetto había cumplido su misión. Agobiado por los reclamos sectoriales, los asesinatos de los piqueteros Darío Santillán y Maximiliano Kosteki se convirtieron en el desencadenante para el adelantamiento de las elecciones. "No podía más y Chiche le dijo «vayámonos a casa». De no haber sido por la maldita policía, el Negro seguiría siendo presidente hasta el 2007", admitió un operador de las ligas mayores durante una tarde primaveral en los jardines de la residencia de Olivos. La aparición en escena de Roberto Lavagna, un ministro de Economía sensato, creíble y conocedor de todos los pliegues de la política, actuó como un bálsamo frente a tanta desdicha. La infatigable tarea social de Hilda Chiche Duhalde y la sorprendente gestión de Graciela Camaño como ministra de Trabajo dieron luz al Plan Jefes y Jefas de Hogar que, al menos, sirvió para detener la hemorragia, bajar el nivel de conflictividad social y hacer sustentable hacia abajo el veranito económico que comenzaba a aparecer en la superestructura. Con la autoestima recuperada, el presidente empezó a creer que la luz que podría verse al final del túnel impediría que se corporice la peor de sus pesadillas: el regreso de Carlos Menem o la denigrante tarea de ponerle la banda a un no peronista. La esperanza duhaldista tenía nombre y apellido: Carlos Reutemann. El santafesino hizo una lectura errada del futuro inmediato, imaginando el traspaso del poder en un clima anárquico, con bancos cerrados y piqueteros colmando la Plaza de Mayo. Justo él (un eximio tiempista por carrera y vocación) se olvidó de contar hasta diez y apresuró el momento de dar una respuesta sobre su candidatura. "Escuchó que la Presidencia de la Nación le volvía a tocar el timbre, pero se negó a abrir la puerta porque se estaba afeitando", fue la parábola que describió Jorge Asís. La aparición de José Manuel de la Sota (demasiado pegada a la cadena de nones de Carlos Reutemann) no logró mover el amperímetro y, como consecuencia, el gobierno se quedó sin postulante. "El Lole me dijo que no, De la Sota se bajó y (Néstor) Kirchner me putea por los diarios. ¿Por qué no le decís al Flaco que venga a verme", le rogó un desolado Duhalde a Alberto Fernández, único puente de plata con el gobernador santacruceño. Con todos los otros presidenciables fuera de pista, Kirchner aceptó el desafío. "Yo me encargo de disciplinarte a los muchachos", lo suavizó el bonaerense, quien optó por olvidarse de los envenenados dardos que le había propinado Lupín, equiparándolo con "la mafia menemista". Los "muchachos" no eran otros que los barones del conurbano, esos curtidos dirigentes que actúan como amos y señores de los populosos distritos bonaerenses. "Salir a hacer campaña por Kirchner es como pasear como un perro muerto", vomitó Hugo Curto, intendente de 3 de Febrero, apenas enterado del fichaje. Cuando buena parte de los analistas creía que la tropa se desmadraba y pasaba a jugar para el enemigo riojano, que crecía a paso lento pero seguro en las encuestas, Duhalde obligó a su tropa a poner el cuerpo: "Estar en contra de Kirchner es estar en mi contra", llegó a decir durante una agitada sobremesa. Y el sureño finalmente ingresó al ballottage merced a la diferencia que sacó en los distritos conducidos por los barones. Duhalde vivió durante las últimas semanas el síndrome del podio: recogió elogios aun de los sectores más impensados, indultó a guerrilleros y carapintadas, estatizó Lapa y se va del poder sabiendo que es al único referente de la vieja guardia política al que la historia le reserva otra oportunidad. No hubo durante su gestión hechos de corrupción, aunque el inefable Carlos Ruckauf casi le arruina la fiesta de despedida con los nombramientos de choferes en diferentes embajadas, con 5.000 dólares de sueldo incluidos. Aunque la Argentina siga "fundida" y tenga por delante una agenda de prioridades que no admite demoras, debe decirse que, en un campo minado, la gestión del hombre de Lomas de Zamora impidió que las bombas explotasen. Al fin, Duhalde lo hizo.
| |
|
|
|
|
|
Diario La Capital todos los derechos reservados
|
|
|