| | Editorial Polémica irrelevante
| Que las instituciones de la democracia deben ser respetadas y defendidas por la ciudadanía constituye una verdad incuestionable, pero en verdad no resulta sencillo enarbolar esa bandera cuando su trascendente finalidad se tergiversa en función de parámetros irrescatables. El Concejo Municipal rosarino se ha transformado, lamentablemente, en un ejemplo ideal para ilustrar dicho concepto. El largo debate que ayer sucedió a la propuesta del edil arista Gustavo Gerosa sobre la necesidad de que la Municipalidad controle las confiterías bailables para menores en las que se propone como juego el intercambio de besos por billetes falsos que luego se canjean por distintos objetos tuvo ribetes de comedia. Y ciertamente que ello no amerita aplausos en el marco de una realidad social que linda, en no pocos casos, con la tragedia. Y no es que desde aquí se intente relativizar la importancia de la cuestión moral, sobre todo en relación con los jóvenes. Lo que se pone en tela de juicio es la oportunidad de este tema en momentos tan duros como el presente. Pero esa desubicación dista de ser novedosa. Tal como oportunamente lo recordó una periodista de La Capital en una columna publicada en la edición de la víspera, la estéril discusión -que finalizó con una rotunda derrota de la propuesta por treinta y ocho votos contra uno- tuvo lugar cuando la epidemia de hepatitis B que causó seis muertes en la sala de diálisis del Hospital Centenario no ha merecido mención alguna por parte de los concejales. Lo ocurrido, que es disvalioso, se erige simultáneamente como útil para dar cuenta de una constante que preocupa. Es que una ciudad como Rosario, con una población de un millón doscientos mil habitantes y numerosos problemas estructurales, merece otro nivel de debate, en primer término, y una inserción más profunda de sus representantes en la realidad, en segundo. Sin embargo, los hechos corren por un carril distinto al esperable. Los ediles sesionan sólo una vez por semana, la mitad del tiempo que lo hacían cuando se recuperó la democracia en 1983. Y ni siquiera se aproximan a los vecinos donde su presencia sería más necesaria, en contacto con la vida cotidiana de los barrios. El temor a una agresión parece ser la excusa. Por cierto que las críticas se tornan inevitablemente injustas cuando no discriminan entre individualidades. Y los cuestionamientos precedentes resultarían injustos si se los dirigiera de modo puntual contra ciertos hombres y mujeres que integran el cuerpo. Pero esta columna no hace sino reflejar la opinión mayoritaria y contundente de la mayoría de los rosarinos, que hace tiempo reclaman otra calidad de gestión por parte de sus representantes. ¿Cuándo serán escuchados?
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