Año CXXXVI
 Nº 49.843
Rosario,
viernes  16 de
mayo de 2003
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Reflexiones
Los hombres o las leyes

Pablo de San Roman

Si algo ha reafirmado la historia política argentina en los últimos años ha sido el enorme peso que los hombres tienen frente al rol de las instituciones. El excesivo personalismo que, contrario a lo que indican las recomendaciones de un sistema político saludable, se expresa en cada fenómeno de la política nacional.
Hoy ocurre nuevamente que todo el andamiaje político del país, sus funciones de Estado, sus alcances institucionales se ve afectado por las cavilaciones de los hombres que pelean por la presidencia. Y no es que esto esté mal en tiempos de política. Lo que preocupa es la endeblez que se transmite hacia todo el sistema en general.
En otras palabras, cuando los líderes dirimen, cuando la conducción se fragmenta, entonces todo se pone en duda. Incluso aquello que debería transcurrir por fuera de la incertidumbre electoralista. Proyectos fundamentales entran en una especie de paralización hasta tanto se defina el líder que conducirá el Estado por los próximos años.
Lo que ha importado en el pensamiento de la mayoría de los analistas políticos ha sido el tema de la gobernabilidad. En qué medida el presidente electo puede manejar los resortes del poder. Con qué firmeza y, sobre todo, con qué posibilidades. Muy poco sin embargo se ha planteado sobre el resquebrajamiento que las instituciones más importantes (entre ellas la Justicia) están evidenciando. En otros términos, el hombre, su fortaleza y su liderazgo aparece como más decisivo que la cordura institucional.
Esto no es descabellado en los tiempos que corren. Es lógico que la tremenda crisis vivida luego de la experiencia delarruista haga pensar en esto. Porque esa crisis ha sido de gobernabilidad. Fue el hombre, en ese caso, el que propició con su improcedencia la debacle del país. Luego se verá si existieron tribulaciones o contubernios. Pero lo cierto es que hubo una tremenda crisis de liderazgo.
Por ello se admite que la atención principal, ahora, se centre en el gobernante. Pero esto no significa que sea lo correcto. Los realistas dirán, con Maquiavelo, que el gobierno deviene del goce del poder. De su utilización eficaz y su aplicación sin escrúpulos. Que de ello depende la capacidad de conducción y finalmente, la obtención de un consenso por medio del temor. Pero los sistemas políticos han evolucionado largamente desde que Maquiavelo propuso su teoría. Por más que los clásicos mantengan su vigencia.
Mucho del futuro del país estará ligado a la fortaleza que evidencien sus instituciones. A su fortaleza global. La llegada de inversiones depende del grado de efectividad que éstas demuestren en la definición de limites y certezas. Por caso, en garantizar el respeto de los contratos privados y asegurar un esquema de garantía jurídica. A nadie se le ocurriría invertir en un país donde la sensatez del orden institucional dependa de la inclinación personal del hombre que las conduce. O de su preferencia partidaria.
Por ello se hace tan indispensable replantear la calidad del sistema político argentino. Y si no es esto, al menos su comportamiento. En esta relación establecida entre instituciones y hombres, son las primeras las que generan previsibilidad y confianza. Largamente se ha debatido sobre la crisis de credibilidad que experimenta la sociedad sobre cuestiones políticas. Pero pocas veces se ha ido al fondo de la cuestión.
Cuando los países evidencian firmeza en el accionar de sus organismos públicos son pocas las chances de que la inestabilidad electoral -o el personalismo del líder- se traslade al ámbito del Estado. Lo han demostrado las segundas vueltas en Europa y la última experiencia electoral norteamericana. En ningún caso trajo repercusiones serias para las políticas de Estado. No afectó la previsibilidad.
Es en esto que nuestro país se diferencia de otras culturas políticas. Y no es solamente una expresión nacional. La mayoría de los países latinoamericanos tienen una recurrente inclinación a depositar en el líder la felicidad o el ostracismo de su pueblo. No se advierte que esa felicidad, el progreso en definitiva, depende en un grado mayor de la solvencia de sus instituciones civiles.
Nuestro país tiene una larga tradición de gobiernos caudillistas y de liderazgos personalistas. Durante estos tramos de la historia se dieron las transformaciones más importantes. Se produjeron revoluciones. Pero el costo que esto ha tenido en la conformación de un cuerpo institucional perdurable ha sido grande. En el balance histórico los hombres han tenido más peso que las instituciones. Y muchas veces que las leyes.
El brillante institucionalista Norberto Bobbio tradujo esta tensión en un trabajo convertido en clásico: "Gobierno de los hombres; gobierno de las leyes". En él advertía los riesgos que el apego imprudente hacia figuras carismáticas produce en el funcionamiento del sistema político. Señala también que jamás los hombres, sea cual fuere su condición, debían quedar exentos de lo que la ley estipula. Tal vez sea este el primer desafío que el nuevo presidente encuentre en su renovada gestión.


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