Año CXXXVI
 Nº 49.839
Rosario,
lunes  12 de
mayo de 2003
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El secreto de la vida

Stella Maris Brunetto

Una tarde de febrero de 1953, dos jóvenes investigadores de Cambridge entraron en un pub del lugar y anunciaron eufóricos a los parroquianos: "Hemos encontrado el secreto de la vida". A sabiendas de que nadie en el lugar podría entenderlos, se dedicaron a brindar mientras planeaban el artículo que anunciaría al mundo que ellos, James Watson y Francis Crick, junto a otro colega, Maurice Wilkins, habían, por fin, hallado la estructura del ADN, esa sustancia fundamental que transmite la información genética de los seres vivos.
El artículo publicado el 25 de abril de ese año en la revista Nature (se han cumplido, recientemente, 50 años) los colocó en el podio de los ganadores de una carrera que disputaban científicos de varios países, entre otros el norteamericano Linus Pauling.
Pero el trayecto recorrido había empezado casi un siglo antes en la actual República Checa por impulso del monje Gregor Mendel quien, en la tranquilidad del convento, se dedicó a cultivar plantas de arvejas haciendo cruzas de diferentes variedades y estudiando los productos obtenidos. De a poco pudo sacar algunas conclusiones sobre la forma en que los caracteres hereditarios se transmitían y publicó sus trabajos aunque sin demasiado éxito. Pero casi al mismo tiempo otro científico encontró que todas las células contenían una sustancia que llamó acido desoxirribonucleico. A partir de estos dos trabajos y de algunos otros igualmente importantes que aportaron distintos biólogos y químicos, se pudo establecer que este acido, conocido como ADN, era el responsable de transmitir los caracteres hereditarios dentro de cada especie. La genética sacaba patente oficial y tomaba su nombre de los "genes" o trozos de ADN con los que los bautizó el canadiense Avery promediando el siglo XX.
Quedaba pendiente la fascinante tarea de encontrar cómo era la estructura de esa curiosa sustancia compuesta de una enorme cantidad de átomos. Y allí estaban Watson, biólogo norteamericano becado en Cambridge y Crick, físico y británico, para unirse a la carrera.
Tras dos años de pruebas y ensayos (relatados magistralmente en el libro de Watson "La Doble Hélice"), en los que echaron mano de prototipos de cartón, madera y metal, dieron por fin con la elegante forma del ADN: dos cadenas enrrolladas formadas por bases, fosfatos y azúcares que contenían, tal como lo anunciaron, el secreto de la vida.
Había nacido, asociada a la doble hélice, la biología molecular cuyos desarrollos inundan hoy cientos de laboratorios en todo el mundo en otras tantas aplicaciones para la medicina, la agricultura y la industria.
Nueve años después de la publicación del hallazgo en la revista Nature, Watson, Crick y Wilkins recibieron el premio Nobel del cual no participó otra científica cuyos trabajos con rayos X y cristalografía habían dado las pistas necesarias para armar el modelo buscado. Rosalyn Franklin había muerto dos años antes, a los 37, víctima del cáncer, probablemente producido por su intensa exposición a los rayos X.


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