Sebastián Riestra / La Capital
El nombre de Erik Alfred Leslie Satie (1866-1925) se relaciona, primaria y fundamentalmente, con la esfera de la música, de la música designada como culta, de la música (mal) llamada clásica. Sus originalísimas obras para piano, portadoras de lenguajes y paisajes propios, creadoras de mundos, pequeñas -siempre pequeñas- y filosas o dulces o irónicas o místicas, abren abanicos de posibilidades al oyente. Especie de anti-Wagner definitivo, hijo dilecto de la Francia antigua, su trayectoria estética, sin embargo, cruza decididamente las fronteras de su arte natural y lo convierte en sinónimo de la palabra vanguardia. Para siempre. En Satie, por cierto, se mezclan las resonancias de Picasso, Apollinaire, René Clair, Debussy, Ravel, Man Ray y Marcel Duchamp. Satie es más Dadá que Dadá mismo. Francis Picabia, furioso por el escrache que en 1924 concretaron contra él los surrealistas André Breton y Louis Aragon, escribió magistralmente en el "Paris Journal" del 27 de junio de aquel año: "Si se excusan por tratar a Satie como un viejo porque tiene sesenta años, entonces, como poetas, los traiciona una mentalidad de mercaderes de vino o queso, al juzgar el arte en función del paso de los años. Erik Satie, señores, es más joven que todos ustedes, lo que dice es ingenioso y divertido, y no pontifica con tintura roja en su pelo ni con los labios pintados. Ama la vida, la vida más bien sencilla, se atreve a tomar, se atreve a escribir su propia música, y es un placer para él hacerlo sin preguntarse si gustará o desagradará a la izquierda o la derecha. Se atreve a vivir por su cuenta, no se prohíbe nada, no le prohíbe nada a nadie, a diferencia de esa gente que se rodea de una selecta camarilla para proteger sus ideas tan vacías como el apretón de manos de un político". (Cualquier coincidencia con la realidad argentina actual dista de ser pura semejanza). El libro de Robert Orledge, "El mundo de Satie", publicado por Adriana Hidalgo Editora en el marco de la estupenda colección "Los sentidos", se plantea como un recorrido por la extraña, melancólica, monstruosa, patética, maravillosa vida de Satie, infatigable caminante de París, incansable bebedor de cerveza y Calvados, imparable charlista, inefable provocador, inconsolable humorista. Construida a partir de testimonios escritos en primera persona y fragmentos de entrevistas realizadas por el autor, esta curiosa biografía -continuadora de las también apasionantes obras sobre Ravel, Debussy y Wagner, entre otras- se lee de un tirón, entre sonrisa y sonrisa. Allí aparecen, delirantes, el homosexual Cocteau golpeando a un policía al grito de "maricón", el protector Milhaud solicitando que cualquier donación hecha a Satie se concretara en sumas pequeñas para evitar que la gastara en un solo día y el escultor Brancusi asando carne en el mismo horno destinado a la cerámica. Todo, claro, en el medio de polémicas sin fin, de las sustanciosas y las insustanciales: palabras e ideas eran aún, en este Occidente envejecido, objetos de intensos intercambios y depositarias legítimas del fulgor de los hombres. La música de Satie, sus inclasificables "Gymnopédies", "Gnossiennes", "Ojives", "Sarabandes" y "Piezas en forma de pera", para piano, y sus obras orquestales -"Parade", "Relache"- quedan como testimonio de una sensibilidad heterodoxa e irrepetible. Murió cirrótico, a los 59 años. Y no sólo no será olvidado sino que, como lo escribió Picabia, es -ahora- tan joven como siempre, más joven que nunca. Entre múltiples y bellas razones, gracias a la publicación de libros como el de Robert Orledge.
| El músico Erik Satie, evocado en un nuevo libro. | | Ampliar Foto | | |
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