| | A 150 años de la Constitución
| Marcelo J. Muniagurria (*)
Un siglo y medio atrás, el trabajo de un grupo de argentinos procedentes de casi todas las regiones de la incipiente Patria dio por resultado la sanción de nuestra histórica Constitución nacional. Para quienes tenemos la satisfacción de haber nacido en esta provincia el hecho, de por sí magno, tiene un valor adicional, ya que en este suelo se desarrolló buena parte de la gestación de aquel texto luminoso, en virtud de cuyas sabias disposiciones la República vivió sus mejores tiempos. Los constituyentes de 1853 respondieron al mandato de una Nación que, como queda dicho, aún no era tal, pero que necesitaba serlo de una vez por todas. Las sangrientas divisiones internas habían llegado a hartar a los espíritus más lúcidos, y en esto estaban de acuerdo todos ellos, al margen de sus diferentes procedencias geográficas e ideológicas. Resulta interesante y hasta simbólico, el recorrido imaginario por el conjunto de hombres que plasmó en un texto fundacional la columna vertebral de nuestras instituciones. Había allí antiguos unitarios; junto a ellos, federales de arraigada prosapia localista, partidarios de este o aquel jefe político. Adversarios hasta muy poco tiempo antes, habían depuesto sus enconos como precio pagado para construir definitivamente la Nación. Los había viejos y jóvenes, civiles y militares. Algunos estaban curtidos en luchas intestinas. Otros conocían el dolor de exilios, ostracismos y proscripciones. Pero todos comprendieron que había llegado, por fin, el momento de superar personalismos que nos habían costado mucho, en vidas y bienes, e iniciar el camino de las coincidencias en torno a las instituciones, porque esos eran, y son todavía hoy, los acuerdos que verdaderamente sirven y duran. Todos, pese a sus diferentes historias personales, llegaron a la histórica Santa Fe, ciudad de encuentros, con un propósito: comenzar una vida nueva para la Patria. Como queda dicho, a partir de la vigencia de la Constitución la Argentina inició un proceso continuo que, en medio siglo, la llevó a ubicarse entre las primeras naciones de la tierra. Esto no fue producto de la casualidad; la existencia de normas claras y permanentes, que trasciendan la mera voluntad o conveniencia de quien las impone, es uno de los secretos del progreso. Tenemos a la vista los ejemplos en el mundo entero. Y si no nos alcanzaran, revisemos nuestra propia historia, para ver cómo nos fue cuando resolvimos olvidarnos de las sabias disposiciones de nuestra máxima ley. Va a hacer ya 20 años que dejamos atrás el último gobierno de facto. La vigencia del estado de derecho y de la Constitución, la plena observación de las libertades y garantías consagradas hace un siglo y medio, se nos está haciendo, felizmente, tan natural como respirar. Acabamos de cumplir un acontecimiento tan decisivo como la elección presidencial y lo hicimos sin dramatismos, con naturalidad, como cuadra a una sociedad madura y vocacionalmente sometida al imperio de las normas. Nadie, prácticamente, plantea alternativas a este cuadro institucional. Y si, por un extremo u otro, se llegara a algo semejante, nuestra responsabilidad como ciudadanos sabría enfrentar esa amenaza y darle la respuesta que merece. Nuestra Constitución consagró para siempre el sistema representativo, republicano y federal. El federalismo responde a una realidad que proviene del territorio y de la historia. La condición republicana se sobrepuso, en los albores de nuestra existencia, a propuestas seguramente bien intencionadas, pero ajenas al espíritu con que se había ido formando la Patria. En cuanto a la representatividad, se trata del más actual de estos principios, porque no hace mucho se levantaron engañosas banderas que pretendieron consagrar el reemplazo del voto ciudadano por el reino de los más audaces, arrogándose éstos el supuesto respaldo de la opinión pública. Los constituyentes del '53 sabían muy bien que no hay tumulto ni asambleísmo que supla realmente el ejercicio mesurado y continuo del poder por parte de quienes, previamente, fueron seleccionados para ello por medio del sufragio. Dicho de otro modo: lo que la República desea y necesita son representantes cabales, y de ningún modo ignotos aspirantes a traductores de lo que la sociedad busca e impulsa. Y si esos representantes no cumplieren, que no se dude: habrá mecanismos que se ocuparán de sancionarlos. Difícilmente la propia sociedad deja impunes a quienes se burlan de ella. Los constituyentes de 1853 instauraron en el texto derechos y garantías -personales y colectivas- anteriores al Estado, que no los concede sino que simplemente los reconoce. Esta diferencia clave, entre reconocer y conceder, distingue nuestro sistema institucional y jurídico de otros en los cuales, de hecho, todo lo que no está prohibido es obligatorio. Ellos, los hombres de hace un siglo y medio, quisieron una sociedad de mujeres y hombres libres, sólo limitados por leyes preexistentes que rigieran para todos. Por eso, en pocas décadas millones de inmigrantes, solos o en grupos familiares, llegaron hasta este suelo entonces tan lejano y aquí se enraizaron. De ellos desciende la amplia mayoría de los argentinos. La ocasión torna imprescindible, a esta altura, recordar también a Juan Bautista Alberdi, infatigable impulsor -desde el libro, el periódico y la tribuna- de la idea de institucionalizar el país. Su prédica alcanzó los frutos con el texto sancionado hace 150 años. Este aniversario sorprende a la República en trance de iniciar, en pocos días más, un nuevo período de gobierno, después de angustias y temores que afectaron, no hace mucho tiempo, a todos los argentinos, y que costaron la caída de una desprestigiada administración. Lamentablemente, quienes ya tenemos alguna edad recordamos en qué medida esos sobresaltos eran frecuentes entre nosotros cuando se desoían los mandatos constitucionales, y cómo a veces, incluso, esa desaprensión desembocaba en tragedia, mientras algunos se empeñaban en politizar a la gente, cuando lo aconsejable es siempre humanizar a la política. Aquella Convención, que supo reconocerse heredera de pactos preexistentes, procuró construir una estructura normativa firme y duradera, como lo exigían la pacificación y el progreso que esperaba la Patria. Su resultado superó la mejor de las pruebas: la aplicación práctica sobre el terreno. Más que cualquier discurso de elogio, más que los análisis de los eruditos o los pronunciamientos doctrinarios de los jurisconsultos, el texto exhibió sus valores y tuvo un papel protagónico en el extraordinario desarrollo que tuvo lugar en el país durante su plena vigencia. Quiera Dios, de quien los Constituyentes de 1853 invocaron la protección como fuente de razón y justicia, que este aniversario no pase indiferente, oscurecido por los trajines cotidianos. Quiera también Dios que sepamos transmitir a las generaciones jóvenes el respeto y la admiración por aquel texto simple y profundo, claro y definido. El país de hoy y el de mañana lo necesitan. (*) Vicegobernador de Santa Fe y presidente de la Cámara de Senadores
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