| | Reflexiones Cuando los obreros iban al cielo
| Víctor Cagnin / La Capital
En los últimos años, cada víspera de un 1º de mayo desata por momentos reminiscencias de otro país imaginado, estudiado, debatido y defendido por varias generaciones y que nunca tuvo puerto. Son sólo unos momentos, donde se conversa, se relatan anécdotas, se ríe de los absurdos cometidos y se recuerda a los amigos y a los grandes pensadores y luchadores. Después, la realidad llama a bordo y ese fragmento de tiempo quedará flotando a la deriva hasta desaparecer. Desde luego, el tiempo pasa. A ese país se lo describía como desigual, con una gran oligarquía terrateniente poseedora de las mayores extensiones de la tierra cultivable de la Argentina y con un alto porcentaje sin producir o bien utilizadas sólo para la ganadería. Poseía un cierto grado de desarrollo capitalista en los grandes conglomerados urbanos y resabios de sociedad feudal en determinadas regiones del interior. Se estudiaba en profundidad el tipo de estructura económica que poseía porque, parafraseando a Carlos Marx, se decía que sobre determinada estructura se eleva siempre una superestructura, o algo así como formas del pensamiento, conjunto de ideas o plano de lo subjetivo. Tener una caracterización errada de esa base económica podía llevar a la elaboración de una línea política deficiente, demorando un poco más la salida que el país necesitaba en su tránsito hacia el socialismo. Se solía debatir si el país necesariamente debía tener primero un desarrollo capitalista acabado desde donde saltar al socialismo, habida cuenta de que la clase obrera sólo tomaría conciencia de su condición de clase bajo un sistema capitalista a pleno, desde donde sacaría los instrumentos para construir una sociedad más justa, en donde a cada uno se le daría según su necesidad. Otros dirían que no era imprescindible y citaban ejemplos de algunos países donde se había pasado directamente del feudalismo al socialismo, tal el caso de Yemen del Sur, Albania y Angola. Naturalmente, no se concebía otra mirada filosófica que no fuera la lucha de contrarios: la dialéctica materialista lo inundaba todo, era el origen de la vida, el desarrollo y el futuro, y se la podía observar e interpretar allí donde uno se lo procurara. Aplicada al origen de las sociedades, la historia del hombre se iniciaba en el comunismo primitivo; luego devenía la sociedad esclavista, compuesta por esclavistas y siervos; más adelante aparecería la sociedad feudal, dividida entre señores feudales y campesinos; y por último la sociedad burguesa, conformada por capitalistas y obreros. Siempre una clase explotaba a otra y en esa lucha de opuestos se llegaría indefectiblemente al socialismo real primero y al comunismo científico finalmente, donde la sociedad no tendría Estado y el grado de conciencia logrado por el hombre permitiría que cada uno produjese de acuerdo con su capacidad. Bajo esa forma de pensamiento, la clase trabajadora estaba destinada al paraíso, sin equívocos. Y en esa convicción, los partidos de izquierda solían privilegiar en su conducción a los dirigentes de extracción obrera, por estar forjados en la disciplina laboral y haber sufrido directamente la plusvalía de parte de los propietarios de los medios de producción. Se los educaba sistemáticamente y era un verdadero orgullo que cualquiera de ellos pudiera debatir con intelectuales de igual a igual, en cualquier ámbito que se ofreciera. Aunque antes de llegar a ese puesto, debían demostrar su capacidad de dirigente, procurando la representación de sus compañeros de trabajo primero y del sindicato después. En esta perspectiva, quizás la obra más emblemática de los últimos tiempos ha sido Luiz Inacio Lula Da Silva, quien tras haberse criado en una favela en los alrededores de San Pablo llegó a la presidencia de Brasil. Tal vez por eso se haya celebrado tanto su triunfo en diversas partes del mundo y haya vuelto a abrir la esperanza de los marginados de diversa índole. En aquella Argentina malograda, el peronismo, por su composición obrera, era el desvelo permanente de la izquierda. La disputa por los sindicatos se había vuelto una obsesión y era el ámbito de concentración política de casi toda la militancia, junto con el de la universidad. Porque la ciencia y la educación -se enseñaba- eran claves para un rápido crecimiento y para explorar y explotar la vasta riqueza de recursos que contenían el suelo y el subsuelo. Pero en aquella lucha por las ideas que prevalecían sobre la clase trabajadora, socialistas y comunistas nunca lograron hegemonizarla, ni siquiera transitoriamente. Mucho menos después de la caída del Muro de Berlín y de la conformación de un mundo unipolar. Sin embargo, cada 1º de Mayo las plazas y los parques de las grandes ciudades se solían teñir de colores rojo y celeste y blanco. Se desplegaban mesas con literatura política, sindical y poética y los artistas ofrecían solidariamente sus mejores obras. Se cantaba La Internacional y Los Muchachos Peronistas. Era una generación entregada y valiosa que jamás imaginó que, lejos de crecer y elevar su conciencia, la clase obrera iba a llegar casi a su extinción, con el 50 por ciento de la población activa desocupada o subocupada, con los derechos de los trabajadores prácticamente despojados o negociados y con las centrales sindicales transformadas en testigos inertes hasta de su propia falta de protagonismo. Inevitablemente, aquella generación pagó cara su visión lineal de la historia, su determinismo sobre el futuro, su idea de que la primavera para la clase obrera era inexorable. Paradójicamente, ahora, capaz de permitirse otras lecturas, desde espacios imperceptibles y sin grandes desafíos, puede hacer defensas y aportes para su propia dignidad y la de sus semejantes tan significativas como perdurables.
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