Mauricio Maronna / La Capital
Seducidos y abandonados desde hace años por la dirigencia, los argentinos concurren hoy a las urnas con sensaciones confusas. Sin propuestas atractivas, con la ausencia de alguna "idea fuerza" innovadora y sin la mínima renovación de caras y cuadros, los candidatos le arrojaron a la sociedad el peso de una mochila de plomo y cerraron sus campañas pareciendo decir: "Háganse cargo". Repasar los archivos desde diciembre del 2001 hasta hoy (apenas 16 meses) es un ejercicio sorprendente. La inédita forma de control social, espontánea y policlasista que alumbró bajo el sonido de las cacerolas pareció marcar el "nunca más" de la vieja política, incluyendo aparatos oxidados, rostros eternos y triquiñuelas maquiavélicas. Eso, más las rimbombantes promesas de reformas que, con toda la pompa, se anunciaron tras los estallidos sociales se convirtieron en papel mojado, hasta desembocar en el conocido bulevar de los sueños rotos. Sin embargo, la mediocridad de la oferta electoral y de sus caras visibles no aborta una segunda lectura moderadamente optimista: la diáspora justicialista (hoy, más que un partido, una suma de facciones) y la desaparición de la Unión Cívica Radical (hoy, más que un centenario movimiento, un sello más de los tantos que pueblan la grilla) parecen ser el primer paso hacia la construcción de una nueva forma de hacer política. El próximo presidente, sea quien fuere, tendrá la titánica tarea de recomponer el vínculo roto entre dirigencia y sociedad, reinsertar a la Argentina en la senda de los países previsibles y erigirse en el Adolfo Suárez vernáculo, ese perfil que el presidente interino, Eduardo Duhalde, dejó de lado al decidir adelantar las elecciones. La gente, otra vez, optará por el menos malo de todos los candidatos. Es la única conclusión que arrojan las encuestas y los encuestadores, esos mediáticos gurúes que debieron subirse al centro del ring en reemplazo de los protagonistas del combate central, que le escaparon nuevamente al debate. Otra clara señal de por qué la Argentina se mira en el verdadero espejo de la mediocridad: no hay confrontación de ideas, sólo intercambio de insultos. Ni Carlos Menem, Néstor Kirchner, Ricardo López Murphy, Elisa Carrió o Adolfo Rodríguez Saá están en condiciones de salir por sí solos del laberinto. Alertar sobre el regreso de los fantasmas del pasado, prometer mano dura, ajustar cuando ya no hay cinturón que resista, apelar al pensamiento mágico o a la mano de Dios son consignas que podrán servir para ganar una elección pero jamás para sacar de escena a los aterradores índices de pobreza o a la violencia social contenida por limosnas disfrazadas de planes sociales. A la política se la mejora con más y mejor política, sentido común y consensos transversales. Lamentablemente, no se podrá utilizar como corolario del proceso preelectoral más pobre que registre la historia nacional ese deseo de los viejos comentaristas deportivos: hoy no ganará el mejor, apenas el menos malo. En medio de un país arrasado por todas las crisis imaginables, ser realista es pedir lo posible. Y lo que se ve, es lo que hay.
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