Juan Ramón Altamirano
Al llegar al pueblo ecológico de Misión Laishí un arco de eucaliptus y timbó cautiva a los visitantes, que tal vez sienten la misma emoción que embargó en el 1900 el alma de los monjes franciscanos que vinieron a Formosa para cumplir con su misión civilizadora. El verde del follaje se muestra como una forma de la esperanza, "para que la historia vuelva a repetirse y no vivir de recuerdos", dice con nostalgia "doña Eulalia", mujer fuerte que vive a orillas del riacho El Salado, a 70 kilómetros de la ciudad capital. La calma es la dueña de este lugar donde los chivatos y los eucaliptus de la plaza 25 de Mayo apenas dejan entrever, en lo alto de sus copas, la enseña celeste y blanca. De esta plaza parte el camino que lleva hasta las ruinas franciscanas. Allí la historia casi se puede tocar en los relatos de los sobrevivientes de un progreso que no está, que no fue, pero que sirve para conocer que los indios, según decretos de aquella época, además de ser los dueños de la tierra también estaban dispuestos a aprender y desarrollarse. Por momentos resulta muy difícil creer que apenas un siglo atrás las comunidades aborígenes tobas estaban comunicadas por teléfono, y que además tenían su propio servicio meteorológico y de energía, además de un ingenio azucarero, un aserradero y escuelas bilingües. Columnas muy gruesas mantienen en pie el convento de San Francisco, desde el cual los monjes guiaban el arduo trabajo civilizador. En ese lugar aún se pueden ver las ruinas del ingenio azucarero y del aserradero, obras majestuosas del 1900. "Cuando en 1916 el padre Buenaventura Guiliani llegó a la reducción con el primer auto que se conoció en la provincia. Los aborígenes se tiraban al suelo, lloraban y pensaban que se venía el fin del mundo", relató Celina Guanes, mostrando varias fotografías originales de aquel histórico Ford T. "Inclusive lo llevaron hasta la capital para que las autoridades del gobierno disfrutaran de un paseo", cuenta la profesora que oficia de guía turística, quien conserva en su casa una suerte de museo con documentos manuscritos de 1899 en adelante. Entre esas anchas paredes se vivió todo el movimiento que generaba la misión en sus tiempos de esplendor, y que el padre Fernando Brollo, ahora a cargo de la institución, completa con este triste testimonio: "fue así hasta que llegaron los blancos para cambiarles a los aborígenes herramientas por bebidas alcohólicas, y entonces el proyecto comenzó a derrumbarse. Hasta la plaza era una huerta comunitaria donde los lugareños aprendían a trabajar las tierras que la reducción franciscana administró durante 58 años", rememoró el sacerdote. Las 74 mil hectáreas les habían sido concedidas durante la presidencia de Julio Argentino Roca, que establecía que "la misión de indios en Formosa se fundaba para civilizarlos, hacerlos trabajar e incorporarlos a la sociedad". El Museo Histórico Religioso, donde se exhiben elementos de trabajo usados en las chacras, funciona en el sector del convento que se construyó con rieles y ladrillos de fabricación propia, incluida la especial arquitectura del subsuelo, el único lugar donde se podían guardar alimentos soportando las altas temperaturas. El reflejo de la civilización y la cultura aborigen se sintetiza en un rincón del museo donde hay un teléfono, dos arcos, una flecha y una bala de cañón que evidencian las luchas por la civilización.
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