Año CXXXVI
 Nº 49.825
Rosario,
domingo  27 de
abril de 2003
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Panorama político
Quiera el pueblo votar

Jorge Sansó de la Madrid / La Capital

La ley impone a los argentinos 48 horas de asepsia proselitista para promover, al menos desde el anhelo, la reflexión íntima y serena que, sin condicionamientos externos e interesados, mueva al ciudadano en acuerdo con su propia conciencia al ejercicio cívico más trascendente de todos cuanto protagoniza como sujeto de derecho en el sistema democrático.
"He dicho a mi país todo mi pensamiento, mis convicciones y mis esperanzas. Quiera mi país escuchar la palabra y el consejo de su primer mandatario, quiera el pueblo votar", declaró al presentar el proyecto que bajo la inspiración de su ministro de Interior, Indalecio Gómez, elevó al Congreso nacional el presidente Roque Sáenz Peña.
El 10 de febrero de 1912 se promulgó la ley del sufragio obligatorio, universal y secreto que lleva el Nº8.871 pero que se conoce como la ley Sáenz Peña. Fue un paso enorme en la institucionalización del país. Hasta entonces y desde que la Argentina se diera su organización nacional con la sanción de la Constitución de 1853 (de la que este 1º de Mayo se cumplirán 150 años), esto es desde la presidencia de Justo José Urquiza y hasta la del propio Sáenz Peña elegido en 1910, el promedio de votantes del país había sido de apenas el 1,7 por ciento del total del padrón de ciudadanos habilitados para votar que, además, por entonces excluía a las mujeres. De hecho, en la elección que ganó Sáenz Peña se registró el mayor índice de votantes hasta el momento con un 2,8 por ciento del padrón, que ese año habilitó a 7.092.000 argentinos para elegir al presidente pero sólo lo hicieron 199.000. Si la historia no hubiera generado un quiebre significativo entonces y hoy -nada más que a modo de ejemplo- rigieran aquellas reglas del fraude y manipulación, el 1,7 por ciento de los 25.478.389 argentinos que hoy estamos habilitados para sufragar representaría apenas 433.132 voluntades expresadas. A nadie se ocurriría hoy en día que la decisión de ungir al sucesor del presidente Eduardo Duhalde para conducir el país en la que quizá sea la peor crisis de su historia podría reducirse a un conjunto de personas que no suman siquiera la mitad de los habitantes de Rosario y encima otorgársele legitimidad a su veredicto. Más de medio siglo de elecciones amañadas en las que se vulneró sistemáticamente la voluntad popular y de enfrentamientos a veces cruentos terminó con la ley del voto universal, secreto y obligatorio. Hipólito Yrigoyen ganó la presidencia en 1916 en una elección en la que votó casi el 9 por ciento del padrón, es decir con una participación que se incrementó en un 200 por ciento. Que todos pudiesen votar con libertad fue el remedio para que funcionara el que se vayan todos de aquel momento, en que los argentinos tampoco se sentían representados por una clase política desprestigiada que había pagado su voracidad de poder y arbitrariedad con el altísimo costo de vaciar su prédica y licuar su representatividad.

El "que se vayan todos" del siglo XXI
Quizá hoy, en que ya no resuena pero palpita en buena parte de la sociedad argentina el primer "que se vayan todos" del siglo XXI, repasar este dato histórico resulte conveniente. Si al comienzo del siglo pasado la solución fue asegurar que pudieran votar todos los que querían hacerlo y no los dejaban para que se fueran quienes debían irse, ciertamente estamos hoy errados al pensar que no yendo a votar pudiendo hacerlo se logrará el mismo objetivo. Es el voto la herramienta de cambio que hace vulnerable la persistencia de los indeseables y pone a prueba la fe del ciudadano en el sistema democrático basado, precisamente, en su masiva participación. Cierto es que estamos hoy obligados a votar. Pero no lo es menos que estamos liberados de elegir y he ahí la trascendencia magnífica del momento. La ley nos exige que entremos al cuarto oscuro pero no nos impone que depositemos dentro del sobre nombre alguno. Si no hiciéramos el acto se vaciaría de sentido y la esencia misma sistema se resentiría de modo acabado porque de lo que se trata es, justamente, de elegir. Y allí, en esos minutos en soledad es donde valemos los ciudadanos por nuestra condición de tales sin ningún otro aditamento. Es el instante preciso en que el poder está, de modo absoluto y literal, en nuestras manos. Allí el voto vale nuestra voluntad y después los votos habrán de contarse de a uno, es decir sumando voluntades para que la mayoría imponga el veredicto. Eso es la democracia en su principio básico y liminar: el pueblo eligiendo a su gobierno.
Hoy, en cambio, el desafío es muchísimo más escabroso. Este domingo electoral quedará en la historia como el primero del siglo en que el pueblo se enfrentó a un escenario político inédito. Es la primera vez en la historia que no se perfila anticipadamente un ganador y prueba de ello es que los encuestadores admiten su desconcierto aunque sigan cobrando por hacerlo. Y por esta razón es que se piensa casi con certeza que habrá una segunda vuelta electoral como, tampoco, nunca la hubo. Los argentinos no estamos emocional ni culturalmente consustanciados todavía con el ballottage, como sí acontece con otros pueblos.
Jamás en su más de cincuenta años de existencia el mayoritario Partido Justicialista había estado ausente de una elección presidencial como hoy lo está, porque eso es lo que pasa. Habrá en el cuarto oscuro, es cierto, tres boletas que llevarán sus símbolos pero que propiciarán tres nombres encarnando proyectos que al menos desde la retórica suenan diferenciados entre sí. Será la de hoy la compulsa en la que la Unión Cívica Radical asume tempranamente haber quedado fuera de la discusión. Sus dirigentes y afiliados han debido aceptar que el nombre del centenario partido figure en el devaluado ítem "otros" con que los sondeos engloban a las representaciones minoritarias.
Dos nuevas agrupaciones han emergido en el firmamento de la oferta electoral con presuntas chances de llegar a la instancia decisiva de la segunda vuelta o, en su defecto, a la opción de convertirse en referenciación opositora. Encarnando, además, proyectos diametralmente opuestos desde lo ideológico y lo político.
Todo ello inmerso en medio de un descreimiento generalizado de la sociedad en sus dirigentes rayano, no pocas veces, en el rechazo o el repudio. Conducta generadora de otros datos llamativos como la pérdida de identidad partidaria por parte de muchos ciudadanos o la negativa a asumirlas desde los tímidos espacios de discusión pública surgidos a la luz de la crisis bajo ciertos grados de espontaneidad.
Pero si encuestadores y encuestados no saben quién puede ganar, quién puede llegar a la segunda vuelta y qué discurso ha prendido popularmente, tampoco lo saben los candidatos y sus respectivas estructuras, como tampoco los intereses que éstos pudieran representar y ello es un dato alentador que obliga, contra todo lo que se pueda argumentar desde posturas tendenciosas, a reafirmar la fe en la democracia. Sólo sabe el pueblo lo que puede hoy pasar y aun así ese conocimiento está todavía larvado en evolución en la intimidad de cada uno para terminar esta noche de tomar forma definitiva una vez que se cuenten los votos. Por lo que insistir en la necesidad de votar como la única herramienta legal, legítima y efectiva de un pueblo para que se vayan todos los que ese pueblo quiere echar, no es ocioso.
El ballottage será una pulseada entre los dos más votados pero que empieza hoy a perfilarse. Es necesario no engañarse al respecto. De allí que entre los múltiples calificativos que estos días hayan dado encuestadores y candidatos al voto que para disimular su desconcierto exhortaron unos al voto útil, otros al memorioso, y demás, hubo quienes han considerado que en la primera vuelta se vota con el corazón y en la segunda con la razón. Ni lo uno ni lo otro. En primer término el voto es eso, una elección, y cada elección responde únicamente a las circunstancias que movieron a la persona a efectuarla. En segundo lugar razón y corazón no pueden ir separados porque de lo contrario a ambas les faltaría convicción. Esta podrá ser absoluta o relativa, es verdad, pero debe estar presente.
Finalmente, este escenario particular que hoy demanda de nuestra civilidad tiene para los santafesinos lecturas anexas y, posiblemente, consecuencias. La veda electoral que hoy rige nos impide hablar de candidatos y de la elección nacional desde las particularidades de las propuestas electorales en danza, no nos inhibe en cambio de hacerlo de la elección provincial que sobrevendrá el 7 de septiembre para elegir autoridades en este territorio cuyo derrotero podría hoy comenzar a insinuarse.

¿Y en la provincia, qué?
Anteayer al jurar por un nuevo período como presidente de la Cámara de Diputados de la provincia, el candidato a gobernador Alberto Hammerly deslizó dos definiciones que están relacionadas con el escenario futuro estrictamente provincial. La primera de ellas es la ratificación de su postulación al margen de los resultados de la compulsa presidencial. Quienquiera sea elegido presidente Hammerly seguirá siendo candidato a gobernador, dijo, lo que admite múltiples interrogantes.
Una de esas preguntas remite inexorablemente a la actitud de quien hoy se perfila como su principal competidor desde el propio justicialismo, Jorge Obeid. ¿Si fuera otro el candidato presidencial que hoy se impusiera y no al que adhirió públicamente el ex gobernador, éste mantendrá su postulación a la gobernación o, como se insinúa en sus cercanías, podría revisar su decisión de competir en septiembre? Y si decidiera bajarse de su candidatura, ¿en cuánto resentiría ello las chances del oficialismo provincial habida cuenta la entidad que se le reconoce al candidato? La suerte de la oposición provincial que parece asentar sus expectativas en la figura del intendente Hermes Binner, ¿en cuánto se verán fortalecidas o disminuidas conforme sea la performance que logren los candidatos presidenciales que han hecho público que lo respaldarán en la provincia? \Ha dicho Hammerly también que quiere que Carlos Reutemann sea senador nacional y aunque ese destino para el gobernador después del 11 de diciembre está instalado como posible en el inconsciente colectivo, tratándose de la cercanía que une al presidente de la Cámara de Diputados con el mandatario, es para algunos una ratificación del hecho.
No son estas las únicas cuestiones domésticas que hoy podrían verse influidas por el resultado comicial y que conviene tener en cuenta antes de ir al cuarto oscuro al que -sin dudas- debe movernos la única certeza disponible por anticipado: nuestro voto será artífice de un cambio para bien o para mal, y he ahí nuestra responsabilidad de ciudadanos.
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