| | Reflexiones Macerado en la memoria
| Víctor Cagnin / La Capital
Los relatos sobre las Pascuas, como los de Navidad, son vastos y nunca cesan. Cada año, con cada generación incorporada a la escritura, se suma una variedad de textos y no alcanzaría una vida para leerlos. Desde luego, incide en ello la pedagogía de los colegios religiosos. Pero no es todo. Por estos tiempos, muchos autores suelen producir materiales con otros destinos, los cuales, deliberadamente o no, llevan bajo la superficie una vertiente pascual. Si alguien se toma un tiempo para una segunda lectura, lo reconocerá y puede recibir un surgente de innumerables interpretaciones. Es que existe allí, de alguno u otro modo, macerado en la memoria, un ejercicio de reflexión practicado durante años, del que no le será fácil escapar ni al más veterano de los agnósticos (nada es absoluto). Frente a este inevitable obstáculo de la vida y de la palabra, devienen entonces algunas imágenes. Son las Pascuas de los años sesenta. Un domingo de campo con la gran familia, en una Argentina pródiga y autoritaria. Allí está el trigo embolsado y estibado en los galpones, la troja de maíz a tope y los animales pastando sobre el alfalfar, indiscriminadamente. Los molinos abastecen los tanques australianos y las urracas se desafían desde las puntas de los pinos, mientras un cordero se asa con fuego de la mejor leña. Hay alegría verdadera, mucha conversación, información que se entrecruza, bromas livianas, gestos de sorpresa y de estímulo hacia los chicos. Se come con fruición, a repetición y sin esquemas. Es un día de abundancia en todos los órdenes. Y hay una orden de volver que se respetará inexorablemente, como la caída del sol del otro lado del río. Es un país donde los abuelos todavía hablaban dialectos, las mujeres rezaban y los hombres discutían. El mundo ya estaba dividido en dos, como los partidos nacionales y los clubes de pueblo. La imagen de John Fitzgerald Kennedy inundaba los diarios y los noticieros del cine, y se daba lo que no se tenía por una revista "Life". En ese contexto las Pascuas eran, sencillamente, ese clima de encuentro entre nosotros mismos, los de todos los días, que sabíamos quiénes eramos, en qué creíamos y qué pretendíamos. Nos juntábamos una vez al año para ratificarlo, para saber que todo estaba en su lugar y que las cosas habían mejorado. Porque en ese tiempo no se concebía la falta de trabajo y de estudio. Ahora han pasado varios años y nos situamos a inicios de los ochenta. Rosario es una ciudad limpia, más religiosa que nunca y militarizada. Para algunos jóvenes universitarios, Semana Santa es la oportunidad de encontrarse para discutir de política y procurar estrategias comunes en cada una de las facultades, ya que se trata de recuperar los centros de estudiantes. La represión y la censura siguen sólidas, pero hay poca conciencia de ello. Es más, se desconoce el número de muertos y de desaparecidos. Planifican campamentos y seminarios políticos en las afueras de la ciudad o en casas quinta. Se consume mucha literatura y se escucha música permanentemente durante esos días. Conviven en ellos pensamientos revolucionarios mezclados con la recuperación de la democracia. Las Pascuas serán entonces un gran fogón de clausura donde todos esos personajes anónimos comenzarán a tener identidad e intentarán levantar la voz frente a las arbitrariedades. Parecía una tarea sencilla, pero hacerlo en los pasillos de las facultades podía llevarle la vida a cualquiera. El aparato seguía intacto y los servicios de inteligencia a full. De ahí en más, cada año se encontraban en el mismo lugar, con más compañeros, con las mismas intenciones, y no concebían que esa fuerza no creciera. Se estaba absolutamente convencido de la rigurosidad científica de esa concepción filosófica de la vida, en todos los órdenes, bajo cualquier circunstancia. Y no se la cuestionaba, se la bajaba como órdenes. Por último, estamos llegando casi a final de siglo. La cámara se sitúa en una colonia psiquiátrica. Están allí un grupo de profesionales comprometidos, multifacéticos, enormes. Trabajan con un entusiasmo increíble por instrumentar un nuevo concepto, se enfrentan a innumerables dificultades, pero no desfallecen. Se crean distintos talleres de trabajo con los pacientes, una biblioteca, una radio, una granja. Se trata de que cada uno de ellos a través de las actividades se vayan inscribiendo como sujetos. Existe una iglesia allí, donde pueden asistir en cualquier momento, y a menudo se los escuchará rezar en una lengua incomprensible. Las Pascuas serán entonces un encuentro para hacer balance de lo construido. Allí están, en uno de los salones del precario complejo cultural, clínicos, psiquiatras, psicólogos, enfermeros, pacientes, escritores y artistas. Existe una comunión de criterios y voluntades pocas veces vista y conmovedora. El respeto por el semejante parece de otra comarca. Mientras, afuera, el sol del otoño acompaña el último verde de los árboles terapéuticos antes de morir. [email protected]
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