| | Por la ciudad Los sentidos de la guerra
| Juan José Giani
Un par de años atrás las pantallas cinematográficas dieron cabida a dos películas que, casi en simultáneo, habían seleccionado como centro de su narración a episodios de la Segunda Guerra Mundial. Me refiero puntualmente a "Rescatando al soldado Ryan" del director Steven Spielberg y a "La delgada línea roja", creación de su colega Terrence Malick. Repasemos brevemente ambos argumentos. En la primera, una patrulla norteamericana, tras desembarcar en Normandía, ejecuta la riesgosa misión de retirar del teatro de operaciones a un soldado que había perdido en sucesivas refriegas a todos sus hermanos. El Estado Mayor, en un gesto de conmiseración con la desgarrada familia, encomienda su retorno a casa. En la segunda, que se desarrolla en el frente del Pacífico y no en tierras europeas, un batallón debe capturar una indómita colina habitada por tropas japonesas; comandado por un lunático oficial (caracterizado por un impecable Nick Nolte) que, cual el capitán Ahab en Moby Dick, tiene por ese objetivo militar una obsesión incontrolable y malsana. Al momento de sus respectivos estrenos, la crítica especializada fue elaborando un consenso evaluativo que habilitaba la siguiente contraposición: el filme de Spielberg, sofisticada producción que ameritaría más tarde el reconocimiento máximo de la Academia de Hollywood, procuraba realimentar, con calidad técnica pero escaso escrúpulo conceptual, el patriotismo y la autoestima del benemérito Tío Sam. En medio de una lluvia de pólvora, el Pentágono se esfuerza por resguardar ciertos afectos frente a las acechanzas del enemigo nazi. Bien al contrario, el trabajo de Malick, exponiendo un clima narrativo siempre ominoso y dando rienda suelta a un intrincado lenguaje cinematográfico, recibiría a cambio de su superior envergadura artística una supina reluctancia publicitaria. Exhibir a un patético ejército estadounidense enajenado en la selva podía afectar el orgullo de un pueblo que se apresta a ratificar que lo único condenable de la guerra de Vietnam fue haberla perdido. Estas aseveraciones, que portan sin duda una apreciable carga de tino interpretativo y destreza analítica, desdeñan no obstante un segundo registro de lectura que considero conveniente comentar aquí. Me refiero al tópico acerca de los sentidos de la guerra. Quiero decir, ¿es posible que florezca una luz de racionalidad en el marco de un caos ético-normativo?; ¿es concebible un hálito de sensatez en un océano de agresiones a la dignidad humana?; ¿es pensable que un Presidente y/o un General rotundamente dispuestos a financiar una orgía de sangre se conmuevan ante el sufrimiento de "apenas" un padre y una madre? Spielberg supone que sí. Predica al respecto un optimismo acotado, un entusiasmo resignado. Siendo que las guerras nacieron con el hombre y seguramente sólo fenecerán con él, resulta vital que en la plena irracionalidad de un crimen masivo, permanezca vivo un reducto de piedad, una pizca de sabiduría, una moralidad mínima que conjure una despojada lógica de la hecatombe. Malick parece sostener una mirada diferente. La guerra es el territorio de la arbitrariedad absoluta, donde imponen sus criterios los violentos fuera de quicio. Su película se estructura como un minucioso y fino contraste entre un orden natural armonioso y cautivante y un orden humano putrefacto y devastador. Cuando las pilas incesantes de cadáveres devienen gélida estrategia de estado sólo queda margen para los estremecimientos y el estupor. Si en Spielberg conviven inerradicabilidad de la lógica bélica con una escueta confianza en la bondad de (algunas) personas, Malick pregona un pacifismo inconcluso. La inalcanzable belleza de nuestro mundo requiere un improbable decomisaje de todos los armamentos. En estos días de guerra, los argentinos rememoramos la que aconteció en los mares del Sur: la de Malvinas. Sobre ella se ha establecido una unánime doble coincidencia. Sólo cabe homenajear la desguarnecida valentía de nuestros muertos, y sólo cabe recuperar lo que nos pertenece apelando a la mesurada pero enérgica vía diplomática. Falta sin embargo la respuesta más incómoda, el pronunciamiento sobre el dilema más trágico, el que hace que cada 2 de abril, al pensar en los caídos, fluctuemos entre el llanto y la injuria. ¿Tuvo sentido esa guerra? ¿Tuvo sentido inmolar esas vidas?. Todo lo que sucedió desde la rendición hasta nuestros días parece testificar que no. Políticos venales, empresarios mendaces y militares indultados se dedicaron, con meritorias aunque esporádicas excepciones, a chuparle las medias al imperio. Si había petróleo en Malvinas ya no importa. Entre risas y abrazos, el Parlamento de los 90 privatizó escandalosamente Yacimientos Petrolíferos Fiscales. Cuando un imperio abominable asesina impunemente en Medio Oriente a una nación, corresponde más que nunca honrar a los muertos por la patria. Otorguémosle sentido póstumo al drama de Malvinas. No le demos más votos ni consentimiento a los genuflexos, a los mentirosos, a los expertos en doble discurso, a los que auguran fantasías por el mero (y funesto) hecho de volverse alcahuetes de los que siempre pretenden erigirse en patrones de la humanidad.
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