El Museo Histórico Regional de la Colonia San José simboliza la herencia que los inmigrantes dejaron en Entre Ríos desde 1857, cuando fundaron esa colonia agrícola en tierras que el primer presidente de la Confederación Argentina, el general Justo José de Urquiza, les daba a quienes se radicaban en el país con ansias de trabajar. Un sitio propicio para visitar durante la próxima Semana Santa, donde se recrea la vida cotidiana de quienes cruzaron el Atlántico en busca de un mejor porvenir.
El primer contingente que llegó exactamente el 2 de julio de 1857 fue de suizos, italianos del Piamonte y franceses de Saboya, y si bien entre ellos había médicos, sacerdotes y músicos, y también herreros, carpinteros y constructores, la mayoría eran trabajadores rurales, hombres de tareas pastoriles.
El francés Antoine Bonvin sintetizó con estas palabras su llegada al nuevo mundo: "es uno de los más hermosos lugares que se pueda ver, en medio de vastas praderas de un admirable verdor, con pastos en abundancia, el suelo fértil y un país muy sano".
Los inmigrantes levantaron su casa en parcelas de 30 hectáreas y comenzaron a sembrar trigo, maíz y lino, y a cultivar viñedos, mientras llegaban otros contingentes atraídos por la posibilidad de trabajar tierras fértiles en un clima benigno.
De esa epopeya colonizadora son los objetos que se exhiben en el Museo Histórico, una iniciativa que comenzó a concretarse cuando la Colonia San José cumplió cien años, y la comisión de festejos decidió pedirle a las familias pioneras algún elemento que sirviera para contar esa historia a las nuevas generaciones.
El museo está en la casa que perteneció a doña Magdalena Romanzo de Izquierdo, tradicional familia de la ciudad, a la que se le adosó un pabellón para albergar los testimonios que se fueron sumando y también para realizar actividades comunitarias como cursos de idiomas, recitales de música y talleres de capacitación agrícola.
Actualmente este museo es un espacio de recuperación del pasado, logrado por protagonistas y descendientes, y una excepcional cantera histórica donde se recrea la vida cotidiana de los inmigrantes en la nueva colonia.
Hay máquinas y herramientas de trabajo intactas, como arados, rastrillos, azadas y palas, y también barriles, toneles y alambiques que sirvieron para la elaboración de vinos y licores, y otros elementos usados en la fabricación de quesos.
De la vida de todos los días hay lámparas de kerosene, camas de bronce con mosquiteros de tul, y la ropa blanca de hilo puro en la que se bordaban las iniciales del dueño de casa.
Una de las piezas más valiosas es la impecable berlina que los colonos le habían donado al doctor Miguel Esteva Berga, para que pudiera asistir a los pacientes que vivían en las afueras.
Pero lo que más conmueve son los retratos de familia, de rostros severos, miradas lejanas y ceños fruncidos. Más allá de que las poses concuerdan con la moda de los retratos de esos tiempos, de esas fotografías color sepia trasciende la nostalgia por la distancia y el desarraigo.
Ese amor triste por el terruño lejano también impregna las cartas que los inmigrantes enviaban a sus familias, y donde cuentan que la lucha fue dura y constante, pero que el esfuerzo fue premiado con la expansión y la consolidación de la colonia.
El Quijote suizo
A Colonia San José también llegó desde Suiza, en 1859, un niño de apenas seis años, Juan Bautista Forclaz, quien ya adulto y padre de nueve niños, construyó un molino con un par de piedras circulares impulsadas por mulas, que al rozarse entre sí molían el grano y lo convertían en una harina impura. El precario mecanismo llevaba esa primera molienda hasta una serie de tarros, accionados por un sistema de correas, donde la harina se iba tamizando. Ese fue el sistema "malacate", que al poco tiempo demostró que no podía con tanta demanda.
Entonces el suizo pensó que lo mejor era construir uno como los europeos, que imaginó como los molinos de viento holandeses; comenzó esa tarea en 1888 y trabajó duro dos años. Hizo los cimientos con piedra mora. Sobre ellos levantó la pared cónica y por último le puso cuatro aspas de 6 metros de largo.
Pero el molino Forclaz casi no funcionó porque Juan Bautista no pensó que los fuertes vientos europeos no se parecían a las suaves brisas entrerrianas. Las aspas no encontraron el impulso eólico y su creador tuvo que admitir que el molino era lento, que no rendía, y volvió a moler el trigo con el viejo sistema porque los carros cargados con granos seguían llegando.
El Molino Forclaz, de 12 metros de alto y coronado por una cúpula de zinc giratoria, está muy cerca del camino de ripio que une las ciudades de Colón y San José, en medio de verdes espinillos y ñandubayes y entre montículos de pedregullo.