Año CXXXVI
 Nº 49.800
Rosario,
miércoles  02 de
abril de 2003
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Morir después de haber sobrevivido

Rubén Alberto Chababo (*)

La labilidad de la memoria ha logrado relegar Malvinas al triste desván de los olvidos, como si el recuerdo de esa derrota debiera ser solo patrimonio de los sobrevivientes y sus familias, cuando en verdad la guerra y sus consecuencias pertenecen al conjunto de una sociedad que alguna vez deberá hacerse cargo de haber sumado su voz para que el crimen se perpetrara.
Cuando ya la dictadura militar había arrasado la vida de 30.000 personas, el mismo ejército que perpetró los crímenes más oscuros de nuestra historia contemporánea, no vaciló en devorarse a cientos de jóvenes soldados que, convocados detrás de una causa justa, fueron enviados a una muerte atroz y segura.
Ahora han pasado más de veinte años, las estridencias de esos días, las marchas y los gritos alucinados, los discursos enfervorizados, las proclamas heroicas, suenan lejanas, y ese país que la Argentina era, parece una extraña comarca. Y pocos son los que parecen decididos a querer recordar ese horror, y sin embargo ese horror insiste y reaparece aunque muchos no lo vean y no lo sepan. Hasta el día de la fecha son 270 los ex combatientes que al regreso de la guerra se han quitado la vida, no por cobardía, no por flaqueza, sino como consecuencia de un gesto desesperado ante la confirmación de sentirse solos y abandonados, humillados y despreciados por parte de una sociedad que primero los saludó como héroes, y luego, solo dos meses más tarde, como restos inservibles de un ejército derrotado.
270 soldados, 270 sobrevivientes de la guerra que se han suicidado, debiera ser una cifra capaz de suscitar la vergüenza de cualquier sociedad que se precie de civilizada. Si todo sigue así pronto se alcanzará la cifra de 326 muertos, que es el número de caídos en combate, sin contar los asesinados por el hundimiento del Belgrano.
La guerra de Malvinas fue el último gesto desesperado de una dictadura que arrastró en su caída la vida de miles de jóvenes que nunca debieron haber muerto ni en las trincheras del sur, ni antes torturados o desaparecidos en los centros clandestinos de detención. Pensar en esto, pensar no solo en los estragos de la guerra, en sus vergonzosas consecuencias, sino en lo que aún como sociedad podemos hacer por aquellos que aún buscan consuelo, reconocimiento y justicia, acaso sea uno de los desafíos que como ciudadanos podamos cumplir, si es que de verdad ansiamos reconstruir los pilares básicos que supone la existencia de una verdadera República.
(*) Director del Museo de la Memoria


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