Año CXXXVI
 Nº 49.800
Rosario,
miércoles  02 de
abril de 2003
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Reflexiones
Bajo la espesa niebla

Víctor Cagnin / La Capital

Una de las cuestiones que más nos cuesta resolver en esta época es la de tratar de comprender y tolerar al otro. Se dirá, qué novedad. Pero, no obstante, sigue siendo un problema cotidiano al que no le encontramos salida. Es más, como en un juego de simetrías, alguien podría arriesgar que, lejos de acercarnos, nos alejamos. Pero se equivocaría: hoy vivimos demasiado cerca, quizá como nunca antes.
Aquí hay un ejercicio elemental que hemos olvidado, una operación simple, quien logra reconocer al otro cuenta con una ventaja, sabrá de sus dificultades y de sus virtudes; si se lo procura, podrá apelar entonces a su propio pecunio para ayudarlo, ganando un aliado, o bien requerir de su concurso para cumplir con algún objetivo postergado. Esto puede tener un tono maquiavélico, pero también puede ser una buena llave que nos permita acceder a otro lugar. A un mejor lugar. No es ningún teorema, es un enunciado que traemos de tiempos remotos, casi como un mandamiento bíblico y que, lamentablemente, no tenemos capacidad de instrumentar. Se trata de convivir beneficiosamente con alguien diferente.
No se señala esto sólo por lo que ocurre en nuestra aldea, ni mucho menos. Rosario ha sido una ciudad que durante años vivió abandonada, resentida y maldecida por porteños y provincianos, y hoy los sorprende desde su autonomía diciéndoles que aquí siempre habrá pan, siempre habrá una venda, un teatro y un río, pueden venir cuantos quieran. El pantano ya está seco. No, no es por eso. Al contrario, deberíamos aprender un poco más de este perfil magnánimo, contenedor y solidario, que por momentos se aplica como política en algunas áreas y nos dejan su mejor impronta. Y otras veces lo vemos sólo en ciertos maestros, clérigos y artistas, enrolados en batallas que parecen imposibles de ganar.
En verdad, se señala esto porque la pérdida de reconocimiento del otro, como un virus informático, se ha instalado en gran parte del territorio nacional, al mismo tiempo que recorre el planeta destruyendo poco a poco todo lo que durante miles de años llevó a la civilización construir. Si no fuera merced a los conocimientos adquiridos por el ser humano, que le permiten buscar las raíces de este mal, atacarlas, detenerlas o erradicarlas, podríamos caer fácilmente en creer que estamos viviendo el Apocalipsis. Y no es así. Hay mucho de infierno en este tiempo, es verdad, como ha ocurrido tantas veces en la historia, pero es sólo consecuencia de la desconsideración, de la subestimación, de la soberbia, el autoritarismo, el maniqueísmo, el desprecio a las instituciones y a las organizaciones cuando no resultan apropiadas a determinados planes.
Hemos entrado en una espiral de narcisismo que enceguece, mueve a la ira, al odio más profundo, deconstruye y autodestruye los valores más preciados. Pudo haberse iniciado con el desprecio a las ideas, a los sueños, a los desafíos más nobles. Pero luego se pasó de plano al terreno de resolver deudas personales. Y en ese tránsito se olvidó que vivíamos en una sociedad. Ahora, nadie puede explicarnos cómo se disipa la espesa niebla, con qué medios. ¿Quién se anima aunque más no sea a dar unos pocos pasos para reconocer a alguien, admitir que es importante tanto su presencia como sus diferencias?
Es que ese otro, distinto, heterogéneo, plural, universal se ha ido perdiendo de nuestra perspectiva, para dar paso a un estado de intolerancia, de intransigencia frente a la innovación, de rechazo por cualquier opinión que no provenga de los ámbitos que nos rodean. Desde luego, la intolerancia tiene sus límites. La segregación constante en algún momento produce sus devoluciones. ¿Cuántos pueblos fueron desplazados de sus tierras? ¿Cuánto tiempo debieron peregrinar sosteniendo su bagaje ancestral en las condiciones más adversas? Y sin embargo allí están, más presentes que nunca en la cultura universal. El fracasado intento de exterminio los ha convertido en más sabios, invulnerables y eternos.
Este principio tan elemental como natural de que aquello que no destruye fortalece, lo hemos visto manifestarse en diversas expresiones de la vida en sociedad. Por caso, el intento de eliminar o prohibir a los partidos políticos durante el pasado siglo o bien la censura a los artistas durante la última dictadura. ¿Hace falta seguir recordándolo? Sí, hace falta. Nunca terminamos de comprender la cuestión de la tolerancia, de la necesidad imperiosa de fortalecerla, de luchar contra nuestra propia limitación para respetar una opinión divergente, fuera de los parámetros que nuestra razón sostiene.
No obstante, como nos recuerda el pensador español Fernando Savater, "no hay tolerancia para emprender persecuciones ideológicas o para fomentar exclusiones racistas o nacionalistas. Y ello porque la tolerancia no es una disposición aislada, sino una conquista apoyada por otras: la ilustración racional de la conciencia, la igualdad democrática de derechos, el desapasionamiento del Estado como árbitro neutral en los litigios confesionales, la opción por el debate público y la renuncia a la violencia privada. La tolerancia no puede ser una debilidad de la que aprovecharse sino una fuerza progresista que utilizar en el marco de los requisitos que la posibilitan".
Bajo este enunciado tracemos entonces una línea imaginaria de aquí a Bagdad que nos ayude a reconocer al semejante y nos disipe un poco la niebla.
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Ilustración: Chachiverona.
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