| | Richard Yates, el narrador de las emociones y los fracasos La edición de "Once tipos de soledad" permite abordar la obra de un cuentista magistral
| Carlos Roberto Morán / La Capital
Hay dos espacios creativos en los que los norteamericanos implantaron su sello: el cine y la literatura, porque es evidente que saben narrar. Hablamos, por supuesto, de buenos escritores, de buenos directores de cine. Richard Yates (1926-1992) deambuló entre ambos mundos y también supo dejar su impronta. De él con considerable tardanza, pero en acto de justicia literaria, se terminan de difundir "Once tipos de soledad" (Emecé), con buen prólogo y cuidada traducción de Esther Cross. Se afirma en contratapa que Yates anticipó el minimalismo de Raymond Carver y Richard Ford. No es erróneo, aunque es mejor vincularlo con Salinger, Styron o Cheever, porque sus personajes se mueven en ambientes también reconocibles en los relatos de esos maestros. Advierte Guillermo Martínez que libros como los de Yates deberían venir con una suerte de indicación especial para que no pasen desapercibidos entre el sinfín de novedades que se ofrecen en las librerías. Y sería bueno que se pudiera hacer algo así, porque un libro como el de los cuentos de Yates no aparece con frecuencia. Menos en un tiempo como el actual, tan renuente a la edición de libros de relatos breves (y menos aún si remiten a ese espécimen que muchos editores parecen querer liquidar: la buena literatura) Los cuentos que componen el libro son tantos como indica el título y en consecuencia son once los solitarios protagonistas de estos cuentos quienes nos interpelan desde sus intimidades y sus desgracias. Un chico que no encaja en la escuela o, contrariamente, una docente que no termina de acertar con sus alumnos, el escritor frustrado que tiene que soportar a un taxista más frustrado aún que intenta salir del anonimato, la pareja que deja de ser tal antes de que comience su luna de miel, un enfermo de tuberculosis que no soporta las visitas de su esposa (y que ésta tampoco tolera, a cónyuge y hospital), otro que vuelve a la vida civil para enterarse que la soledad es su sino, un tercero que sólo saber perder... Y así de seguido, la galería de "tristes, solitarios y finales" que propone Yates. Es cierto que quien fuera autor de los discursos de Robert Kennedy y guionista de cine recurre a elementos "mínimos", tal como el gesto de romper insistentemente una cajita de fósforos, para develar -por decirlo de una manera casi grandilocuente- los conflictos del alma. Porque sus personajes no logran avanzar hacia la luz de la realización personal, o del éxito que es tan fuerte requisito en la sociedad contemporánea. Por el contrario, ellos con sus acciones confundidas proclaman en todo momento y circunstancia que son fracasados casi por naturaleza, perdedores natos en un mundo donde sólo el que triunfa importa. Yates cuenta que en 1951, joven aún pero afectado por una tuberculosis que felizmente iba curándose, pudo viajar por Europa durante dos años y medio, "sin otra cosa para hacer que escribir cuentos y tratar de que el último fuera mejor que el anterior; aprendí muchísimo". Y es ese aprendizaje el que iba a volcar particularmente en este libro que incluye cuentos escritos a lo largo de la década de 1950 y a comienzos de la de 1960. Recuerda Esther Cross que el autor norteamericano sufrió el ensañamiento de la crítica que no reconocía en él a un escritor con voz propia. Pero ocurre, acierta la escritora argentina en el prólogo, que ese era su mejor recurso, el de saber mixturarse con la "piel" de sus personajes al punto de hacer retroceder su voz personal hasta un casi anónimo "telón de fondo". Una audacia narrativa que por estas tierras y en términos de comparación (salvando distancias y estilos) supo enarbolar Manuel Puig. En su caso Yates narra de una manera ordenada, sujeta al canon, sin recurrir a excesos de experimentación o de heterodoxia. Y lo hace con inteligencia, con sagacidad, sabe decir "desde" sus personajes ese dolor que provoca el simple y complejo hecho de existir.
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