Año CXXXVI
 Nº 49.792
Rosario,
martes  25 de
marzo de 2003
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Borges y la irrealidad argentina

Pablo de San Román

En uno de sus últimos artículos, Mario Vargas Llosa trató de explicarse (aunque sin mayor éxito) el porqué de la situación que estaba viviendo en aquel momento -diciembre del 2001- Argentina. Buscaba en su vasto conocimiento, algún vínculo entre esa realidad y los favorables designios de los que siempre gozó el país.
No pudo, sin embargo, encontrar una explicación racional. Buscó en la sucesión de gobiernos populistas, en la irresponsabilidad administrativa, en la dejadez que produce la abundancia, pero no encontró allí una explicación digna o suficiente. En cambio introdujo a su hipótesis un recurso impensado: gran parte de la frustración argentina pasa por el estado de irrealidad en que han vivido sus políticos y habitantes.
No la irrealidad como una construcción vaga. No como un desvarío. Sino como un estado de suposición de grandeza, de arrogancia, en la que para ser un país grande, no era fundamental realizar esfuerzos desmedidos. Mucho menos pagar un denominado "costo político" de reformas que otros disfrutarían en el futuro.
El argentino ha utilizado -dice- la imaginación y la irrealidad allí donde no debía. Ha confundido la mística creativa y todo lo que de mágico tiene su sociedad, con temas de profunda realidad. Entre ellos la política y la economía. Y este no es sólo un fenómeno argentino, sino una expresión que ha prosperado en la mayoría de los países de la región.
Muchas veces, argumenta, se ha escuchado identificar a Suiza como un país aburrido. Patético. Sin gracia. Y, contrariamente, a América latina como un continente cargado de emoción y aventura. Se agrega aquí: mientras Suiza era patéticamente serio en cuestiones de Estado (allí donde debe serlo), América latina sometió su cordura política a un devastador realismo mágico.
Es en este contexto que es posible traspolar el pensamiento de Borges a la cultura política argentina. Así como Borges creaba todo un universo de personajes fantásticos, y de mundos fantásticos, la clase dirigente olvidó sus responsabilidades reales. Creó un submundo de creencias y convicciones en el que el esfuerzo y la responsabilidad no figuraban. Mas bien supusieron que el crecimiento del país estaría naturalmente provisto por la abundancia de sus recursos naturales.
La situación de la Argentina actual es esa. La de un país que no ha hecho el esfuerzo. Que teniendo todo para consagrarse como una sociedad moderna, desperdició su tiempo y capacidad en usadas justificaciones. No pudo fundar, en otros términos, una cultura de la responsabilidad.
Los tiempos políticos que se avecinan vuelven a presentar esta tentación. Como si la historia no hubiese enseñado demasiado, vuelven a escucharse propuestas que no advierten, en todo caso, que cualquier intención de modificar la realidad demandará un esfuerzo tenaz. También un severo compromiso con la realidad.
Los años de la demagogia, debemos entenderlo, han pasado. No porque dejen de ser atractivos a los imaginarios políticos o a la construcción de utopías -siempre existirán- sino porque la realidad exige responsabilidades con lo posible. Con lo sensato. No hay ya margen para creer que el país es capaz de vivir, una vez más, en un mundo imaginario de opulencias ficticias y soluciones imaginarias. No al menos, como Borges lo pensaba para su literatura.


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