Mauricio Maronna / La Capital
George Bush se fue a la guerra y nadie sabe cuándo volverá. La cruenta y mediatizada invasión a Irak borró de los primeros planos el último tramo de la campaña proselitista que, en 5 semanas, deberá desembocar en una salida electoral clave para el destino de la Argentina. Mientras el almanaque se dispara con la velocidad de un misil hacia el 27 de abril, la realidad le otorga la razón a lo que se viene teorizando desde lejos y hace tiempo: la inédita dispersión del voto y los raleados índices de adhesión que cosechan los candidatos (ninguno supera el 17%). El virtual empate técnico que se registra entre Néstor Kirchner, Carlos Menem, Adolfo Rodríguez Saá y Elisa Carrió, sumado al crecimiento de Ricardo López Murphy, genera síndrome de pánico entre los encuestadores, desconcierto en los politólogos y temores fundados en todos aquellos que advierten sobre un probable efecto Catamarca. "Haga esta composición de lugar: todos los candidatos llegarán a las 18 horas del día de los comicios creyéndose presidente y pasando al ballottage. Cuando se abran las urnas y empiecen a aparecer los datos, los que se estén quedando afuera de la segunda vuelta tendrán a flor de labios la palabra «fraude»", advirtió con preocupación un diputado nacional justicialista, el jueves, cuando el vacío Congreso de la Nación ofrecía un panorama desolador, apenas quebrantado por la presentación de un libro sobre reforma política organizada por la Fundación alemana Konrad Adenauer. Antes de que sea demasiado tarde, las autoridades deberán tomar nota de que el frágil equilibrio institucional no soportaría que la Argentina vuelva a ganar protagonismo y primeras planas bajo los ribetes de otro escándalo en título catástrofe. Las máquinas electorales de los partidos apostarán desde la semana próxima todas sus fichas al marketing televisivo, los spots saturarán las pantallas y la pirotecnia verbal subirá los decibeles. Como si se tratase de la frutilla de un postre empalagoso y de difícil digestión. El futuro jefe del Estado (que saldrá de la gruesa franja del "no sabe/no contesta" que se esconde en todos los sondeos) deberá llevar adelante una tarea titánica para reinsertar a la Argentina en el mundo, cumplir los abultados compromisos de pago con los organismos de crédito, mantener millones de planes sociales que eviten una nueva explosión, acordar el cuadro tarifario con las privatizadas, descomprimir los altísimos niveles de inseguridad y reenganchar en el mercado laboral a un ejército de desempleados. Sin embargo, nadie parece tener demasiadas ideas fuerza sobre estos ítems, claves para garantizar un futuro mínimamente previsible. La agenda que se abrirá el 25 de mayo requerirá como condición imprescindible la articulación de consensos hacia el interior de la política y la firma de un nuevo contrato social que restaure el vínculo roto entre representantes y representados. El hipersensibilizado ánimo de la sociedad obligará al sucesor de Duhalde a actuar bajo presiones múltiples, gestionar sin margen de error y ponerse a la cabeza de un proceso de renovación dirigencial que la sociedad exige, aunque haya guardado las cacerolas en la alacena. Con tanta despolarización y ausencia de liderazgo hegemónico, los artificios verbales, las promesas vacías y la captación de punteros tal vez alcance para que alguien se calce la banda presidencial, pero no garantiza el camino de la gobernabilidad. Entre la vocinglería, los ataques personales y el palabrerío hueco, nadie reparó (ni parece predispuesto a hacerlo) en el reproche que el apóstol San Pablo les hizo a los gálatas: "Me hice vuestro enemigo por deciros la verdad". En una Argentina devastada, esa verdad consiste en blanquear que ningún futuro será posible sin austeridad, transparencia y sentido común. Actuar con precisión de cirujano será la exigencia de mínima para quien resulte electo, una ambición que, hoy por hoy, se parece demasiado a la utopía: el terreno electoral está dominado por la hojarasca y ninguna orquídea se dibuja en el horizonte.
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