Cualquier hecho cercano aparece en estas horas signado por una levedad absoluta. Y no es para menos. Una conflagración brutal, como la que se vive en estos días, tiene dos certezas. De ellas está hecha la dura piedra con la que el hombre viene tropezando desde que se irguió sobre sus dos pies: el sufrimiento de muchos y la mezquina pelea por la supremacía por parte de unos pocos. De modo tal que se puede afirmar una vez más que a su término el mundo no será el mismo y, no necesariamente, será mejor.
Aún así, en la Argentina se viven momentos definitorios ahora signados por tan atroz y omnipresente circunstancia. La crucial elección que en poco más de un mes develará el más profundo sentimiento ciudadano en este país y dará las pistas sobre cuáles son sus verdaderas aspiraciones de cambio, engendrará un gobierno que sumará un desafío extra: no sólo el de afrontar los graves problemas intestinos sino el de integrarse a un concierto internacional que, todo hace presumir, se erigirá sobre la base de intereses todavía más hostiles a las necesidades nacionales.
Respaldar el éxito
Uno de los signos más palpables de la involución de la Argentina está dado por la escasa comprensión cosmopolita que tiene su pueblo. Y, peor aún, buena parte de su dirigencia que no quiere o no puede subsanar esa falencia en sus dirigidos. La tan criolla e irreflexiva inclinación de respaldar el éxito por el éxito mismo es, quizá, el sino menos presentable de la idiosincracia rioplatense.
Sobre este lodo movedizo se vino asentando en las últimas décadas el bipartidismo clásico o circunstancial del sistema político argentino que terminó perdiendo el equilibrio sin que el ciudadano común haya comprendido su inconsciente aporte a ese derrumbe. La firme presunción de que el voto en el sistema democrático sirve exclusivamente para hacer triunfar a una parcialidad o, en defecto, propiciar la derrota de otra, se ha impuesto por encima de la racional merituación que debería preceder a semejante decisorio alimentando el clientelismo, la masificación o el aborregamiento.
Quizá por su extensa experiencia en el ejercicio del poder, no pocas veces de modo discrecional, quien hoy lleva ventaja en saber explotar esta debilidad que los votantes poseen sin siquiera tener acabada inteligencia de que la poseen, entre los candidatos presidenciales es el doctor Carlos Saúl Menem.
Argentina en el mundo
Todo el discurso electoral de Menem es un compendio de su acabada compresión del fenómeno que, entre otras comodidades, le evita la necesidad de ser muy explícito a la hora de abundar en sus promesas. Pues bien, asegura el candidato del Frente por la Lealtad que volverá a situar a la Argentina entre los países más importantes del orbe. Ello es, cuanto menos, una enorme expresión de voluntarismo sino una pura y abyecta mendacidad por la simple y elemental razón de que hoy ni siquiera él está en condiciones de asegurar qué fisonomía definitiva adquirirá el nuevo orden internacional y si habrá espacio entre los triunfadores para la Argentina. No porque Argentina quiera situarse allí sino porque está por verse si aquellos la dejan siquiera aproximarse. Pero eso no parece preocupar al candidato que habla para consumo interno y en todo caso aparece ante algunos ojos más inquisitivos como coherente con su ya ejercitada y ratificada alineación incondicional con el país más poderoso de la Tierra. Menem da por sentado que Estados Unidos ganará la guerra pero también que a la hora de decidirse, los argentinos volverán una vez más a posponer sus presunciones y certezas, para inclinarse del lado del triunfador. Y si Menem es el garante de estar cerca del victorioso a él terminarán eligiendo presidente, lo admitan luego o se avergüencen de confesarlo.
Esta tradición que, como todo fenómeno social no es absoluto ni automático, importa para cualquiera que tenga aspiración a acceder a la presidencia del país el simple ejercicio de hacer creer que las chances de triunfo están inexorablemente de su lado; además de una distorsión última del verdadero sentido democrático que deberá acompañar al pronunciamiento popular en su calidad de veredicto.
Es tal vez la provincia de Santa Fe donde se puede advertir con claridad meridiana cómo el proceso electoral en curso transita por ese andarivel. Y conviene preguntarse cuánto y por qué el gobierno provincial ha contribuido grandemente a generalizar la presunción de que Menem marcha al frente de las intenciones de voto en este crucial territorio. La profusa difusión de encuestas mostrando al riojano como el preferido de los votantes santafesinos sería un dato anecdótico en la clásica pelea de porcentuales que precede cada elección en éste país, si no se trataran de sondeos que previamente debieron requerir la autorización de la Casa Gris para tomar estado público.
Menem, Reutemann y el poder
Que la neutralidad declarada por el poder oficialista provincial, sea éste institucional o partidario, resulte funcional a Menem (como se ufanan los seguidores del ex presidente) puede ser una consecuencia no querida aunque difícilmente no advertida por los primeros. ¿Acaso no existe una palmaria analogía entre la concepción triunfalista que tiene Menem del poder con la que cultiva el gobernador Carlos Reutemann? \En 1999, Reutemann se propuso conseguir un millón de votos. No se trataba de una cifra caprichosa sino de acorazar con el voto a su favor de uno de cada tres santafesinos (proporción que se amplía al decantar a cuantos por razones legales están exentos de la obligación del sufragio) su segundo acceso a la Casa Gris con la contundencia de una flota misilística. Instaurar la idea de una fuerza arrolladora e imbatible, con la que es mejor aliarse que enfrentarse. Y tuvo éxito. Los adversarios de su propio partido sucumbieron a tal demostración y la principal fuerza de oposición claudicó a la lucha para convertirse en aliado táctico. Cada negativa con la que Reutemann rechazó las sugerencias primero y los ruegos después para que aceptara ser candidato a presidente fueron también misiles de prueba destinados a exhibir su propio poderío. Quien teniendo la posibilidad de acceder al cargo por todos ansiado y, supuestamente, con las facilidades que a ninguno se le ofrecían se excusaba en espera de un momento que considerara más propicio.
El pintoresco candidato presidencial Ricardo Mussa acaba de ascender a Reutemann al rango de General en su reciente y ”oportuna” visita a la Casa Gris que ocupó la agenda del gobernador el mismo día en que a la ciudad de Santa Fe llegó el principal adversario de Menem, Néstor Kirchner. Con quien, además, está identificado de modo irremediable el único candidato a gobernador peronista que de acceder al poder buscaría tener margen de independencia.
Jorge Obeid se queja de la escasa maniobrabilidad política que tuvo en su gestión por carecer de hombres propios en la Legislatura y puestos claves de la administración con los que debió pagar el peaje del apoyo de Reutemann en la tenaz pelea que libró con el entonces competidor Héctor Cavallero, en 1995. Por movilización propia o compartida, Obeid acaba de alzarse con la autoría del masivo acto del candidato duhaldista en las mismas narices del Lole y con la misma parsimonia que usa Menem, Reutemann ha dejado consolidar también esta semana el convencimiento de todos de que su neutralidad provincial tiene una excepción: el candidato por él prohijado, Alberto Hammerly.
Si Menem ganara la elección presidencial en la segunda vuelta del 18 de mayo, Reutemann se habrá ganado el derecho a la gratitud que ya le insinúan los menemistas. Si fuera Kirchner el victorioso, no podrá reprochar una neutralidad harto difundida. Pero si en septiembre convierte a Hammerly en su sucesor, será un mero acto demostrativo de su poder. Cualquiera de los demás aspirantes admiten que con el Lole se puede ganar pero con él en contra es seguro que se pierde. Sea o no así, que esto se crea como una verdad revelada puede equivaler casi a ganar una batalla electoral que, felizmente, son las únicas que hoy en día se libran en la Argentina por muy horrible que nos vaya todo los días.