| | ¿Cuánto durará la invasión hasta controlar Bagdad?
| Jonathan Marcus (*)
En circunstancias normales pude haberme unido a esos manifestantes de la paz que, aquí y en el extranjero, montaron manifestaciones públicas contra una invasión a Irak. Después de todo, he visto bastante de la brutalidad, la fealdad de la guerra como para oponerme a ella de todo corazón. ¿No es la guerra siempre una cosa cruel, la culminación de la violencia? Inevitablemente, siempre es causa no sólo de que se pierda la inocencia sino también de dolor y luto interminables. ¿Cómo podría uno no rechazarla como opción? Sin embargo, esta vez apoyo la política del presidente Bush de intervención para erradicar el terrorismo internacional que, como concuerdan la mayoría de las naciones civilizadas, es la mayor amenaza que encaramos hoy. Bush ha colocado la guerra iraquí en ese contexto; Saddam Hussein es el líder despiadado de un Estado forajido que tiene que ser desarmado por cualquier medio que sea necesario si no cumple a plenitud con las exigencias de desarme de las Naciones Unidas. Si fracasamos en hacer esto, nos exponemos nosotros mismos a consecuencias terribles. En otras palabras: aunque me opongo a la guerra, estoy a favor de la intervención cuando, como en este caso, debido a las ambigüedades y demoras de Hussein, no queda otra opción. El pasado reciente demuestra que sólo la intervención militar detuvo el derramamiento de sangre en los Balcanes y destruyó el régimen talibán en Afganistán. Más aún, de haber intervenido en Ruanda la comunidad internacional, más de 800.000 hombres, mujeres y niños no habrían perecido allí. Si las grandes potencias de Europa hubieran intervenido contra las ambiciones de Adolf Hitler en 1938, en lugar de apaciguarlo en Munich, a la humanidad se le habrían ahorrado los horrores sin precedentes de la Segunda Guerra Mundial. ¿Corresponde esto a la presente situación en Irak? Sí corresponde. Hussein debe ser contenido y desarmado. Incluso nuestros aliados europeos que se oponen a nosotros, están de acuerdo en principio, aunque insisten en esperar. Sabemos desde hace largo tiempo que el dirigente iraquí es un asesino en masa. A fines de los años 80 ordenó que decenas de miles de sus propios conciudadanos fueran muertos con gas. En 1990 invadió Kuwait. Luego de su derrota, incendió sus campos petrolíferos, causando así el peor desastre ecológico de la historia. El interrogante horripilante de lo que semejante hombre podría hacer con su arsenal de armamentos no convencionales es la razón, más que ninguna otra, por la que algunos de nosotros creemos en la intervención. Tenemos una obligación moral de intervenir allí donde el mal ejerce el control. Hoy, ese lugar es Irak. (*) Premio Nobel de la Paz 1986
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