María Laura Cicerchia / La Capital
Los asesinos del anciano Carlos Piermattei no huyeron sin dejar rastros de la vieja casona de Francia al 5800. Entre huellas y restos de sangre dejaron indicios de sobra para dar con ellos, pero ninguno sirvió para encontrarlos ante la falta de sistemas técnicos para analizar esas pruebas. La policía recurrió entonces a una táctica más convencional e interrogó a una mujer que terminó acusando a tres hombres, pero luego se desdijo y denunció haber sufrido presiones psicológicas para declarar. Así los andamios sobre los que la policía basó su pesquisa se desmoronaron: los tres sospechosos acaban de recuperar la libertad y por el momento el crimen sigue impune. El caso Piermattei demostró cómo una investigación que naufraga por la falta de equipamiento para seguir rastros deriva en la arbitraria detención de personas inocentes. Esta circunstancia llevó al juez de Instrucción Carlos Triglia a cuestionar la actuación policial. Y a pedir la creación de un gabinete de investigación dotado de los elementos técnicos básicos para aclarar un caso, como un sistema para identificar huellas dactilares. Hoy las fuerzas de seguridad provinciales carecen de un programa computarizado para averiguar en el acto a quién pertenece una huella. Las que se hallan en el escenario de un crimen son preservadas para cotejarlas si aparece un sospechoso, pero si eso no ocurre es imposible saber quién es su dueño. En ese sentido el caso Piermattei es revelador. En la casa de Francia 5840, donde el anciano de 80 años apareció asfixiado y maniatado el domingo 2 de febrero pasado, se detectó una huella digital sobre una mesa de vidrio que nunca pudo decodificarse. En algunas prendas había manchas de sangre de los asesinos, pero no pudieron ser tipificadas por la escasa cantidad de material existente, lo que invalidó toda posibilidad de realizar estudios de ADN. El cuerpo de Piermattei fue hallado por su hermano cuando fue a la vivienda a compartir un asado. La noche anterior habían estado jugando al truco con amigos en un club de barrio. Al regresar, Carlos fue sorprendido por desconocidos que habían entrado a su casa, donde vivía solo, tras violentar una ventana. Los delincuentes lo golpearon y le taparon las vías respiratorias hasta provocarle la muerte para llevarse un reloj pulsera, dos revólveres, dos escopetas, un rifle, dos chequeras y un pistolón de doble caño. Lo dejaron tendido en el piso, con los pies atados con cables y amordazado. Más adelante, "presuntas tareas de inteligencia" policiales llevaron a la detención de tres hombres acusados de ofrecer para la venta parte del botín. Eran Miguel Angel Galletti, de 30 años y conocido como Gigante; Emilio Osvaldo Cóceres o Cáceres, de 41 y apodado Correntino; y Raúl Antonio Molina, de 25. Los tres negaron rotundamente haber participado del hecho. Molina dijo que esa noche estaba en su casa con su señora y sus hijos. Galetti, que se encontraba en la localidad de Fuentes "haciendo un laburo de albañilería para su padre". Cáceres, que andaba cirujeando en su carro. Sus huellas no coincidían con la que fue levantada en el lugar del crimen. Pero si algo sirvió para demostrar la inocencia de los acusados fue el testimonio de la misma persona que los había involucrado: la esposa de Galetti y hermana de Molina. Una vez que estuvo sentada ante el juez, la mujer sostuvo que había sido apremiada psicológicamente en la comisaría 18ª. Bajo amenazas de ser imputada de homicidio, la mujer acusó a su concubino de haber llegado aquella noche a su casa con una escopeta e inculpó a los otros dos. Luego aclaró que la escopeta era una Itaka, arma que no fue robada de la casa de Piermattei. La endeble base sobre la cual se sostuvo hasta entonces el proceso se desplomó al caer "el único elemento incriminante, un testimonio cuestionable desde todo aspecto procesal", según evaluó Triglia. El juez liberó por falta de mérito a los sospechosos y calificó de "patética" a la investigación teniendo en cuenta "la cantidad de elementos que hubieran permitido individualizar con alto grado de certeza" a los autores. El fracaso de la actuación policial llevó a Triglia a requerir a la Cámara Penal, a la Corte Suprema de Justicia, el gobierno y el Congreso provinciales, la creación de una policía científica dotada de "elementos de investigación modernos" como los sistemas de identificación dactiloscópicos montados en los patrulleros de Capital Federal. El juez considera que la identificación instantánea de personas permitiría desterrar ciertas prácticas usuales como la detención por averiguación de antecedentes y los apremios ilegales. Lo que sería sustituido por pruebas objetivas "en detrimento de imputaciones fundadas en dichos que se derrumban con el mero desdecirse". Mientras tanto, sin otros avances significativos en el proceso, la investigación volvió a fojas cero.
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