Víctor Cagnin / La Capital
No se puede saber con precisión cuándo se inició esta etapa de la falta de pudor en la Argentina. Tal vez alguien con buena memoria podrá decir que hubo otros tiempos verdaderamente fatales, donde quienes detentaban y ostentaban el poder en el país no sólo eran impúdicos sino despiadados ególatras, forjados en la escuela de la conspiración corporativa, que no vacilaban en aplicar métodos terroríficos a la hora de eliminar al que se interponía con sus proyectos totalitarios. Es real, ha sucedido. Pero por culpa de ese pasado oscuro e infame, que tuvo como corolario la ley de punto final y de obediencia debida, nos habituamos a pensar a la sociedad bajo la forma de una dicotomía tramposa. Esta forma tan elemental como perniciosa para interpretar la realidad nos llevó por mucho tiempo a reducir la cuestión política entre gobiernos civiles y militares, proscriptos o habilitados. Por ello nunca se pudo cotejar seriamente la barbarie expresa de los civiles ocultada o agazapada tras el lodazal administrativo político-castrense. En algún momento de los últimos 20 años de democracia ininterrumpida comenzó a romperse la cadena de escrúpulos en la dirigencia de la sociedad civil hasta llegar a este lamentable estado de las cosas. Me refiero a esa falta de consideración hacia al semejante y a su propia condición por parte de aquellos que asumieron o pretenden asumir responsabilidades políticas, económicas y sociales. Los hay, se sabe, de diverso tipo, impronta, cuño y especie. Desde los que desbordan por incontinencia verbal hasta los de silencio stampa y todos coinciden en algo, la carencia absoluta de pudor a la hora de actuar. Veamos si no a los políticos en campaña frente a la ciudadanía. Quién puede olvidar todo lo que se le prometió desde el 83 hasta el 99. Cómo es posible que todavía continúen lanzando consignas sin explicar cómo van a concretarlas. A qué otra forma de pensamiento apelan sino al mágico. Concretamente, eso de anunciar una meta y nunca explicar cómo se llega. Resulta paradójico que sea la Iglesia precisamente quien tenga que salir a denunciar y a advertir sobre la peligrosidad que encierra este tipo de pensamiento. Sobre todo cuando la idea de Dios, francamente y con todo respeto por los creyentes, no puede conformarse sin presuponer algo de esto. Pero el mensaje de los obispos es sensato y de una racionalidad asombrosa: les está señalando que no pueden seguir engañando a la gente con un futuro del que no tienen certeza que podrán construir. Que al paraíso no se lo puede invocar gratuitamente. Hay palabras demasiado caras a los sentimientos como para que cualquiera las tome, las deforme o vacíe de contenido. Y en esto del pensamiento mágico vale recordar que no hay corriente que esté exenta. Qué decir del consignismo de aquellos que aún plantean no pagar la deuda externa, volver a estatizar las empresas privatizadas, pero no explican cómo ni en cuánto tiempo, ni bajo qué costo o condiciones. ¿No forma parte también esto del pensamiento mágico? Mientras tanto, bajo el cobertizo de la falta de sanciones, quién no ha podido constatar en este generoso país el éxito de ese ciudadano que probó suerte abriéndose a un nuevo rubro para el cual nunca se había preparado. Cuánta carga de magia ha caído sobre él para suplir su ignorancia en el quehacer cotidiano. A quién le debe el estímulo de confianza, cuando no de impunidad para el emprendimiento del nuevo camino. A qué libros acude para fortalecer su espíritu. Cómo no denominarlos inescrupulosos, desvergonzados, deshonestos, inconscientes de todo el daño que han ocasionado. Presidentes que invocando razones de lealtad o máxima confidencialidad han decidido de la noche a la mañana un enroque de nombres en su gabinete, como si la educación y la economía, al fin y al cabo, pudieran ponerse en el mismo plano. Empresarios que han decidido abandonar el rubro alimenticio para lanzarse al mundo de la informática como si fuera lo mismo vender caramelos que portales de Internet, con tal de conquistar una porción más grande de mercado. Cuándo comenzó esta barbarie manifiesta que gobierna a diario. La desigualdad y el desánimo se expanden en la misma medida que predomina la incapacidad para reconocer al otro, sus dificultades, sus facultades y sus derechos. El desprecio del llamado a concurso por la designación iluminada del funcionario de turno. El espontaneísmo frente al análisis profundo y criterioso. Y pensar que la democracia era igualdad de posibilidades, igualdad de derechos frente a la desigualdad de recursos; razón, libertad y memoria; la defensa de los individuos frente a los grandes aparatos; el espacio institucional libre donde las personas puedan desplegarse. El ámbito donde los habitantes no sólo consumen sino que también crean y producen, donde las instituciones están al servicio de la libertad y la responsabilidad personal, donde nunca decae la búsqueda de la integración social y la limitación de aquellos quienes, con mayores recursos, pretenden dominar a otros. Vaya país de la diversidad, cuántos recursos para sostener esta miseria que invade desde los cuatro costados. Quién ideó esta conjura de despropósitos. ¡Bárbaros!, cierren el pico de una vez por todas. No prometan más nada, no revuelvan sobre las heridas, no sigan dañando más las pocas reservas que aún quedan. Tengan un gesto de pudor con la ciudadanía. Hagan silencio. Llámense a recato. Procuren la mayor prudencia posible. Respeten el duelo por todas las pérdidas ocasionadas. Sería el mejor aporte para comenzar a considerar que existen posibilidades de salida de esta infamia en la cual han vuelto a instalar a la Argentina. Veinte años después, claro está, de recuperada la democracia. [email protected]
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