Año CXXXVI
 Nº 49.776
Rosario,
domingo  09 de
marzo de 2003
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Edición de un libro de investigación de hechos policiales
La historia criminal de la Argentina contada a través de diez grandes casos
"Enemigos públicos", de Osvaldo Aguirre, recrea las vidas de célebres delincuentes. Aquí se publica un fragmento

En 1930 la Comisión contra el Crimen de la ciudad de Chicago, una entidad sin atributos legales e integrada por ciudadanos comunes, promovió una campaña publicitaria para denunciar a las poderosas organizaciones de gangsters que medraban sin mayores inconvenientes en los Estados Unidos. La campaña, basada en una sola consigna, resultó tan simple como efectiva. Consistió en difundir una lista de veintiocho nombres, y en declarar a sus integrantes enemigos públicos. El célebre Al Capone apareció entonces señalado como enemigo público número 1.
Semejante título, aunque no lo llevaba a prisión, fue para Capone más perjudicial que las persecuciones judiciales o los enfrentamientos con sus rivales. Significaba un nuevo tipo de condena, un acto por el cual la sociedad cerraba filas y resolvía excluir de sí a determinadas personas. Este tipo de pronunciamientos no hubiera surtido efecto sin la difusión propiciada por el periodismo, que se convirtió en la corte donde se dirimían tales procesos. Tampoco hubiera podido funcionar sin la explotación que hicieron de él otros medios masivos como el cine. La expresión "enemigo público" se hizo todavía más popular a partir de 1931, al estrenarse en Estados Unidos el film homónimo, protagonizado por James Cagney. La película, dirigida por William Wellman y sometida a censura, recreaba la historia de los gangsters enriquecidos con la venta clandestina de alcohol, y por si quedaba alguna duda de la posición del director y los productores incluía en el final una placa con el siguiente mensaje: "El enemigo público no es un hombre ni un personaje. Es un problema que tarde o temprano nosotros, el público, debemos solucionar."
En la Argentina, el título de enemigo público se aplicó por primera vez a Rogelio Gordillo, el Pibe Cabeza. Se trataba de un pistolero caracterizado por extraños arrebatos de violencia, pero que no había cometido ningún asalto importante en términos económicos y aún hoy, a primera vista, es difícil distinguirlo de tantos otros delincuentes. Surge entonces el interrogante acerca de por qué provocó tanto temor en la población y por qué se lo señaló como el hombre más buscado en el país. La respuesta apunta a un elemento central en la construcción del enemigo público: es una figura determinada no por la estadística o la gravedad de sus delitos sino por la significación que alcanza para una sociedad determinada a través de los relatos y leyendas que lo toman como protagonista. La prueba está en que, si se repasa la historia criminal argentina, podrán encontrarse personajes que cometieron crímenes atroces, estafas devastadoras, etcétera, y sin embargo no se convirtieron en enemigos públicos.
Los enemigos públicos argentinos existieron aún antes de que apareciera la expresión para denominarlos. El delincuente urbano de principios del siglo XX reconoce su antecedente en el gaucho alzado de mediados del siglo XIX. Este fue el primero en ser sancionado como fuera de la ley. El disciplinamiento y, en el límite, la exclusión del grupo social en que se insertaba tuvo lugar con el argumento de que se debía proteger a la sociedad de aquellas personas que amenazaban su integridad -utilizado más tarde, sin demasiadas variantes, en otras persecuciones-. Guillermo Hoyo, más conocido como Hormiga Negra, es quien mejor encarna esta figura entre los matreros que enfrentaron el nuevo orden. Sobre todo por los efectos del folletín que escribió sobre sus andanzas Eduardo Gutiérrez.
El texto se publicó por entregas en un diario de Buenos Aires, cuando el personaje aún vivía. Las proyecciones -es decir, las reelaboraciones, los nuevos desarrollos- que tuvo en la imaginación de la gente y en otras formas artísticas mostraron un fenómeno nuevo. Es significativo que a partir de entonces Hormiga Negra haya dejado de ser quien era para convertirse "en el personaje de la novela de Eduardo Gutiérrez" (así lo llamó Caras y Caretas). El propio Hoyo tuvo conciencia de esa situación y sacó partido de ella: ante las personas que lo visitaban en su rancho en las afueras de San Nicolás representaba ese papel, incluso cuando pretendía desmentir excesos o distorsiones de la ficción. En los comienzos del siglo XX, las convulsiones sociales y las dimensiones del fenómeno de la inmigración alumbraron nuevos temores, cuyo mejor representante vino a ser Cayetano Santos Godino, el Petiso Orejudo, que planteó un enigma sin respuesta con sus crímenes y atentados contra chicos. Los sentimientos nacionalistas desarrollados entonces reaparecieron en la década de 1930 en la campaña contra los rufianes polacos que controlaban el negocio de la prostitución.
La prensa ha desempeñado un rol decisivo en la consagración de los enemigos públicos. La práctica de difundir la lista de los criminales más buscados, en Estados Unidos, tiene origen en una idea de la agencia de noticias United Press, que en 1949 pidió fotos y nombres de los principales delincuentes cuya captura se requería. El título, en Argentina, no lo otorgan ni la policía ni la justicia sino precisamente los medios masivos. La crónica policial moderna retomó el camino del folletín -que abrevaba en una larga tradición de literatura sobre crímenes- y ofreció historias de delincuentes elaboradas en base a la ficción, al comentario popular, al correveidile. Determinados criminales pasaron a convertirse para el gran público en personas familiares, que representaban distintos papeles y ocupaban un lugar central en la imaginación colectiva. El fenómeno de la prostitución y la trata de blancas, por caso, se convirtió desde fines del siglo XIX en un poderoso motivo de inspiración, con sus historias de jóvenes europeas que eran arrebatadas de sus hogares con promesas de casamiento para terminar confinadas en prostíbulos de Buenos Aires. Este tipo de relatos ofreció también testimonios de hechos nunca comprobados: la iniciación delictiva de Antonio Caprioli, el compañero de andanzas del Pibe Cabeza, con el anarquista chileno Jorge Tamayo Gavilán, o la amistad de Eusebio Zamacola, secuaz de Segundo David Peralta, con Bruno Antonelli Debella. Si la historia carece de datos sobre tales encuentros, el relato popular los sugiere o inventa. Estas versiones no importan tanto en términos de establecer lo que efectivamente ocurrió como de mostrar el modo en que eran percibidos personajes que atraían la atención y cuyas historias eran objeto de consumo. En el caso de Miguel Alberto Prieto, el tan temido Loco Prieto, la ficción fue una operación deliberada que se construyó con rumores e informaciones falsas y apuntó a encubrir la verdad de la historia: los asesinatos que se le atribuyeron fueron cometidos por policías. Juan José Laginestra asaltó bancos y cometió secuestros, pero el hecho que le dio relieve fue una fantasía: se decía que ahorraba el botín de sus robos y que ese tesoro estaba guardado en un lugar secreto.



Cayetano Santos Godino es evocado en el libro.
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