Año CXXXVI
 Nº 49.775
Rosario,
sábado  08 de
marzo de 2003
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Reflexiones
Un hombre justo

Rubén A. Chababo (*)

En un mundo plagado de injusticias hay personas que equilibran la balanza del mal demostrando, con su sola presencia, que es posible hacer arder la esperanza en medio de las más atroces tormentas. Federico Pagura, obispo de la Iglesia Metodista y hombre clave en la defensa de los derechos humanos en América latina, es uno de ellos y la ciudad de Rosario tiene el magnífico privilegio de que él sea uno de sus hijos dilectos.
Federico Pagura atraviesa en estos días la barrera de los ochenta años con un recorrido casi infinito a lo largo y a lo ancho del mundo dedicado a dar testimonio y a brindar su voz a todos aquellos que fueron y son silenciados por la violencia del poder estatal. Las calles de Lima y Santiago, las de Bogotá y Caracas, las de la violenta Medellín y las de la sangrienta Guatemala lo han visto pasar; en sus plazas y en sus teatros ha hecho expandir un mensaje no solo justo sino necesario. En cada una de esas ciudades las víctimas y los sobrevivientes de la barbarie han encontrado un oído atento y una voz decidida a no dejar que el dolor perdure.
Allí donde otros callan, él habla. Allí donde otros aceptan con resignación la derrota, él insiste en dar batalla igual que el legendario Job que no se resignaba a que el dolor fuera la vara común de sus días. En un país, en una sociedad, en un mundo jaqueado constantemente por la violencia y el ultraje de la dignidad humana, en un siglo que se abre con más amenaza de muerte y destrucción, mientras suenan los acordes del llamado a una nueva guerra que todos sabemos tendrá consecuencias imprevisibles, la sola presencia de Federico Pagura advierte que no todo está dicho y que aún es posible construir una vida diferente donde los valores de la solidaridad y el respeto humano no sean moneda canjeable o negociable sino valiosas premisas. Los hombres justos saben que su tarea sobre el mundo es perpetua, que no tienen descanso, que están condenados a dar una batalla perpetua y que la recompensa es invalorable e intangible. Para todos aquellos que sufren, para todos aquellos que buscan verdad y justicia, para todos aquellos que trabajan tratando de hacer más habitable este país y este mundo, los ochenta años del obispo Pagura son claro está, un motivo de regocijo y de verdadera celebración.

(*) Director del Museo de la Memoria


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