 |  | Panorama internacional La lucha de los imperios
 | Jorge Levit / La Capital
Sostener que el mundo cambió después del ataque terrorista del 11 de septiembre en Estados Unidos suena a esta altura de los acontecimientos una frase repetida hasta el hartazgo. Nadie puede dudar hoy que el actual conflicto con Irak se inscribe en ese contexto pese al argumento norteamericano de querer desarmar al dictador Saddam Hussein. Nadie le cree una palabra a Bush cuando levanta la bandera de la democracia y la paz para justificar una intervención militar que pondría al planeta en una de las más riesgosas situaciones de su historia. Nadie puede creerle tampoco a Saddam cuando dice no tener o haber destruido armas químicas. Y menos cuando promete no usarlas. Ya lo hizo hace varios años con la población kurda del norte de Irak cuando ese grupo étnico que también habita otros países de la región intentó levantar la cabeza para reclamar una autonomía nacional. Las imágenes de esas matanzas con gas venenoso y las deformaciones que causaron en los sobrevivientes están a mano en cualquier archivo fotográfico o televisivo. Sin embargo, no puede tomarse en serio el argumento de norteamericanos e ingleses de que las armas de destrucción masiva que esconde Irak ponen en peligro al mundo. Irak es un típico país del Medio Oriente con características feudales. Es una nación empobrecida que desde hace más de una década sufre limitaciones a la venta de su principal recurso, el petróleo. Saddam se mantiene en el poder con métodos similares a las dictaduras latinoamericanas de los años 70: represión, nepotismo, fraude y un ejército servil y funcional a sus intereses. Mientras tanto, antes y después de la guerra del Golfo una población hambreada es convocada y aglutinada bajo un exacerbado nacionalismo a luchar contra Occidente. Un país con esas características difícilmente puede convertirse en una seria amenaza para el mundo. ¿Cuánto tiempo demoraría la Otán y Estados Unidos, por ejemplo, en desarticular a Saddam si intentara poner en peligro a la humanidad? Los opositores a la intervención militar en Irak afirman que la verdadera intención de los Estados Unidos es apoderarse de las reservas de petróleo iraquí, una de las más importantes del mundo. Esta explicación es también sostenida por el propio gobierno iraquí, quien cree que Bush moviliza miles de hombres y pone al mundo en verdadero riesgo para quedarse con los pozos petroleros. Nada de esto parece verosímil: Estados Unidos tiene en el mundo árabe su provisión de petróleo asegurada a través de otras naciones aliadas, como Kuwait o Arabia Saudita. Además, el rico suelo norteamericano también tiene reservas. Ni el argumento del peligro de la paz mundial ni la ambición de los pozos de petróleo asoman como las verdaderas causas del conflicto. ¿Entonces, cuáles son? El atentado a las torres gemelas de Nueva York y al Pentágono en Washington, símbolos del poder económico y militar de la primera superpotencia mundial, golpearon más fuerte que una guerra perdida o una recesión económica prolongada. Hicieron trastabillar al gigante americano de tal manera que aún hoy no logra recuperarse. La Reserva Federal de Estados Unidos mantiene las tasas de interés en niveles insignificantes para potenciar la inversión de una economía que no logra levantar cabeza. El capitalismo, modelo económico consolidado en el mundo después del fin de la Guerra Fría, necesita certidumbre, inversión y consumo. El colapso de las torres fue un escenario más propio del cine de ciencia ficción de Hollywood que de los ejecutivos financieros de Wall Street. Bush sabe que su lucha es por mantener la hegemonía mundial de los Estados Unidos y derrotar al fundamentalismo islámico que desde el 11 de septiembre ha demostrado más que nunca que también tiene armas poderosas: miles de fanáticos dispuestos a inmolarse en cualquier parte del mundo. El imperio romano duró 830 años. Durante esos ocho siglos ejerció, no sin poca dificultad, el poder de potencia militar y económica sojuzgando pueblos, invadiéndolos, tomando esclavos y cobrando impuestos para mantener su ejército. Pero un día también sucumbió de la mano de sus propias contradicciones, corrupción y perversión. La historia ha demostrado que tarde o temprano el poder cambia de manos. Estados Unidos es una potencia todavía muy joven que hoy enfrenta tal vez el mayor desafío desde su surgimiento como líder mundial. Se enfrenta a un enemigo casi invisible que razona con otras parámetros filosóficos y con estructuras de pensamientos de la antigüedad. Por eso no es casual que Osama Bin Laden haya llamado a los musulmanes a luchar contra lo que llamó una nueva Cruzada de Occidente contra el Islam. Como los romanos en la antigüedad, los norteamericanos del siglo XXI sufren un desafío a su liderazgo mundial. Sin una respuesta frontal, directa y demoledora su economía no podrá volver a ser lo que fue y entonces la base de su sustentación se verá seriamente socavada. Un ex director de la CIA acaba de decir que la captura en Pakistán de unos de los cerebros del ataque del 11 de septiembre y alto dirigente de Al Qaeda es comparable a la liberación de París durante la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué queda entonces para la guerra con Irak? Sólo la caída de Berlín en 1945 le sigue en importancia. Estados Unidos lidera una lucha por el futuro de su absoluto liderazgo hegemónico mundial y la vigencia de un modelo que ha demostrado que es incapaz de terminar con el hambre en el mundo y distribuir mejor la riqueza. Una vez concluidos los episodios de Saddam y Bin Laden seguirán otros y todo lo que ponga en riesgo su rol de superpotencia. Enfrente está el fanatismo de algunos grupos musulmanes, que hacen un culto de la muerte y que prometen una vida bajo regímenes como los de los psicóticos talibanes afganos o dictaduras con pueblos subalimentados y analfabetos. Es justamente en esas regiones del planeta donde la vida miserable se transforma en el germen del fundamentalismo. Sin democracia, educación y crecimiento económico parejo en todo el planeta la lucha por la supremacía mundial de los Estados Unidos puede convertirse en crónica. El poder de las armas y la prepotencia militar no abonan, precisamente, un camino de distensión. Las democracias occidentales, racionales y educadas, tienen la obligación moral de modificar el rumbo de la historia del tercer milenio para que la realización del ser humano sea posible en cualquier parte del mundo. Y para ello no sólo basta con declamar paz, democracia y organizar programas de ayuda humanitaria. Es necesario comprometerse a iniciar un camino muy largo de reformas radicales en la política y en la economía globalizada. Es la única forma de terminar con el terrorismo fundamentalista y también con las guerras de los imperios que quieren hacer valer su título de superpotencias.
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